lunes, 24 de septiembre de 2012

La guerra de los drones: Una visión personal

 By James Jeffrey.  Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Me vi atrapado entre la necesidad de continuar el debate sobre los drones (aviones teledirigidos sin tripulación) y la necesidad de evitar los recuerdos desagradables que provoca. Utilicé drones durante el punto más bajo de mi carrera militar que fue un período operacional en Afganistán. Recuerdo que alisté un ataque de un Predator estadounidense antes de decidir que el monitor del ordenador no mostraba a un insurgente talibán enterrando un artefacto explosivo improvisado en la carretera, sino a un niño jugando en la tierra. 
Después de volver de Afganistán a finales de 2009, abandoné el ejército británico en 2010. Quería distanciarme lo más posible del Reino Unido, y me fui a estudiar a EE.UU. (donde todavía resido). Al hacerlo, me instalé impensadamente en el país que encabeza el desarrollo de la tecnología y utilización de drones, destacada en cada informe sobre un ataque de drones y las usuales víctimas civiles. 

La filósofa política Hannah Arendt describió la historia de la guerra en el Siglo XX como la creciente incapacidad del ejército de cumplir su función básica: defender a la población civil. Mis experiencias en Afganistán llevaron el tema a un punto crítico, dejándome incapacitado para comprender de que mi papel como soldado había cambiado, en palabras de Arendt, de “la de protector a ser un vengador tardío y esencialmente fútil”. Nuestras acciones colectivas en Irak y Afganistán después del 11-S fueron, y siguen siendo, una fútil venganza y los drones son el último progreso tecnológico para empoderar esa estrategia defectuosa. 

Los drones se están convirtiendo en los instrumentos preferidos de venganza, y su propósito principal es análogo a la cambiante relación entre sociedad civil y guerra, en la cual esta última se realiza a control remoto y a una distancia segura para que la implementación de muerte y asesinato se haga cada vez más agradable. 

¿Hipérbole? Pero yo estuve allí. Me senté con mi traje de camuflaje y participé en las clases de reglas de enfrentamiento y de guerra ética. Y francamente, yo no acepto mucho –si algo– de eso ahora, especialmente respecto a los drones. No cabe duda de su efectividad, pero hay terribles consecuencias de su uso incontrolado. 

Se puede decir que tanto Pakistán como Yemen son menos estables y más hostiles hacia Occidente como resultado del aumento del uso de drones por parte del presidente Obama. Al estudiar el ponzoñoso legado dejado al pueblo iraquí, y lo que dejaremos al pueblo afgano, es más que deprimente oír hablar de los halcones que merodean por otros escenarios como Pakistán y Yemen, avivando las llamas del intervencionismo. 

Temo que la locura en la que participé no termine nunca y que la sociedad acabará atrapada irreversiblemente en lo que advirtió 1984 de George Orwell­: guerras constantes contra el Otro, a fin de forjar una falsa unidad y lealtad al Estado. 

Es muy fácil matar si no se ve al objetivo como una persona. Cuando fui a Irak como comandante de tanques, las órdenes de fuego que di al artillero reconocían una cierta legitimidad de la condición de ser humano: “Ese hombre, 100 metros adelante”. Cinco años después en Afganistán, la corrupción lingüística que siempre asiste a la guerra significaba que nos referíamos a “zonas candentes”, “múltiples pasajes en tierra” y “persiguiendo un objetivo”, o “maximizando la cadena mortal”. 

El Pentágono opera unos 7.000 drones y ha pedido el Congreso cerca de 5.000 millones de dólares para drones en el presupuesto de 2012. Antes de retirarse como jefe de estado mayor de la fuerza aérea, se informó de que el general Norton Schwartz dijo que “era ‘concebible’ que los pilotos de drones en la fuerza aérea llegarían a exceder en número a los de las cabinas de piloto en el futuro previsible”. No es un mundo feliz, lejos de eso. 

La intrusión de drones al campo civil también gana impulso. El presidente Obama firmó una ley federal el 14 de febrero de 2012, que permite que se utilicen en una variedad de usos comerciales y para el mantenimiento policial del orden. El firmamento nunca volverá a ser el mismo. Como en el caso de los elementos más tenebrosos de EE.UU., como su cultura de las armas, se trata de obtener beneficios, el mercado de los drones se evalua ya en 5.900 millones de dólares y se espera que se duplique en 10 años. 

Durante mi estadía en Afganistán, los drones eran suministrados sobre todo por EE.UU. ya que nuestra capacidad para drones era minúscula en comparación. Los militares británicos todavía dependen del apoyo de EE.UU., ya que solo poseen unos cinco drones armados. Pero han estado ocupados: en mayo de 2012, el ministerio de Defensa confirmó que habían volado un total de 34.750 horas y habían disparado 281 misiles y bombas guiadas por laser. 

Con los continuos recortes en los niveles de personal británico, no es difícil prever que los drones reemplacen cada vez más a los soldados en el terreno. Y ya que el Reino Unido ya tiene la mayor cantidad de cámaras de televisión por circuito cerrado, la intrusión de drones en la vigilancia en Gran Bretaña no requiere mucha imaginación. 

Los avances tecnológicos en la guerra no tienen buenos antecedentes en términos de consecuencias imprevistas. Como revela Chris Hedges en su libro War is a Force That Gives Us Meaning, se estima que 62 millones de civiles murieron en las guerras del Siglo XX,  “casi 20 millones más que los 43 millones de personal militar”. 

¿Repetirá una tragedia tan demencial el Siglo XXI? Todavía quedan muchos años. Yo diría que deberíamos pecar de precaución y mantenernos profundamente preocupados por los drones. 

James Jeffrey es un periodista británico que vive en EE.UU., donde obtuvo una maestría en periodismo de la Universidad de Texas en Austin, en mayo de 2012. Dejó el ejército británico como capitán en abril de 2010, después de servir más de nueve años en Queen's Royal Lancers, incluyendo períodos operacionales en Kosovo (2002), Iraq (2004, 2006) y Afganistán (2009)
 
© 2012 Guardian News and Media Limited

domingo, 2 de septiembre de 2012

El mito de la máquina

Por Fernando Diez. Para LA NACION

 La noción de un salto hacia la modernidad por medio de la adquisición de una máquina poderosa revela la persistente vigencia de lo que fueron los paradigmas, tanto como de las fantasías salvadoras que dominaron la modernidad. Entre ellas, la noción de que la máquina, por sí misma, podría redimir a la sociedad de sus males congénitos. 

La idolatría de la máquina profundizó la confusión entre máquina y tecnología, entre instrumento y conocimiento. El siglo XX pudo cabalgar en el optimismo porque se maravilló midiendo la productividad de la máquina, pero no el residuo que producía al mismo tiempo.

La discusión sobre el tren bala viene a dar nueva vida al equívoco moderno sobre la tecnología. Una visión que había basado su entusiasmo en el aumento de la cantidad y la velocidad, que supeditaba la productividad a la eficiencia, la cantidad a la calidad y el poder a la racionalidad. La máquina más grande y poderosa era siempre señal de mayor adelanto, sin importar el costo de su fabricación, el consumo de su operación ni el desperdicio que generara su funcionamiento. Supeditaba los fines a la fascinación por el poder de los instrumentos. 

Algunos habían comenzado a advertir ese espejismo apenas superada la primera mitad del siglo XX. El voluminoso libro El mito de la máquina (1964), del crítico e historiador estadounidense Lewis Mumford (1895-1990), fue uno de los primeros textos críticos sobre la tecnología, que sembró las bases de una nueva sensibilidad ecológica sobre los problemas de la sobreproducción industrial y los males a ella asociados, que ahora se han hecho más conocidos. 

Ahora sabemos que la tecnología apropiada no consiste en disponer de una máquina más poderosa para roturar más rápido la tierra, sino en saber el momento y la profundidad a que debe colocarse la semilla. De hecho, las nuevas tecnologías de labranza cero consisten en roturar la tierra lo menos posible. La técnica del riego por goteo se basa en utilizar menos agua, no más. La nueva sociedad del conocimiento, que intenta suplantar a la sociedad industrial, precisamente pretende introducir nuevos grados de racionalidad a la utilización de la máquina. 

El nuevo paradigma no se interesa tanto en el poder y la cantidad de los instrumentos, sino en su precisión y la capacidad de adaptación a cambiantes circunstancias. Son las llamadas máquinas inteligentes, que producen en la cantidad y oportunidad estrictamente necesarias, sin desperdiciar una energía que ahora sabemos escasa, y sin producir el descarte constante de un excedente que se transforma en moroso residuo. Cuanto más grandes, más fijas y menos flexibles son las máquinas del siglo XX, menos posibilidades tienen de adaptarse a circunstancias que en el siglo XXI cambian cada vez más rápidamente, incluso, el clima. 

Así como Mumford entendió la sociedad como una gran máquina, una "megamáquina" en sus propias palabras, la nueva tecnología aspira a integrarse más racionalmente a las necesidades sociales y las posibilidades de su uso. Lo que se pone en duda del tren bala es precisamente eso: la posibilidad de que se integre a las necesidades y la estructura productiva de la sociedad argentina coherentemente, de acuerdo con sus posibilidades de inversión y sus necesidades y prioridades productivas. 

Según el mundialmente respetado diseñador industrial Otl Aicher, la sociedad industrial fue ciega a este tipo de problema, y puso al avión supersónico Concorde como una prueba de ello. De la irracionalidad de una máquina muy sofisticada, cuya seducción era capaz de enceguecer al mismo tiempo a altos funcionarios y al electorado, pero cuyo servicio social era pobre, quemando enormes cantidades de combustible para satisfacer una urgencia más vanidosa que útil. No hay fundamento para creer que el tren bala puede ser la bala de plata capaz de matar el atraso de las comunicaciones argentinas. Al menos, no en tanto todas las demás variables del sistema permanecen en el atraso y estado de virtual colapso. En tanto eso no se atienda primero, el tren bala será más posiblemente el Concorde del transporte argentino. 

© LA NACION