jueves, 21 de febrero de 2013

RITUAL, TABÚ Y MORAL





Me he tomado el trabajo de traducir un par de páginas del Volumen I de El mito de la máquina de Lewis Mumford lo hago motivado principalmente por dos cosas. La primera un trabajo de Melvin Mañón, publicado en Acento, y que se titula “La increíble renuncia del papa”, en el mismo Melvin afirma “Podría iniciar un recorrido interminable por países, por iglesias, por deportes, por el arte y la cultura, por ejércitos, por partidos políticos de derecha y también de izquierdas, por la ciencia, señores, por la ciencia y en todas partes vamos a encontrar exactamente lo mismo. Banqueros, farmacéuticas, mineras, transporte, gobierno. Es todo lo mismo, solamente varían los niveles y ciertas modalidades……..En todas partes, gobiernos, partidos, organizaciones y  personas, laicos o religiosos, todo es corrupción”.

El otro hecho que me motiva esta traducción es un comentario del inefable comentarista deportivo Bienvenido Rojas con relación a la acusación que se le hace al atleta Oscar Pistorius de haber asesinado a su novia, en dicho comentario Bienvo se pregunta asombrado: Que está pasando en la humanidad?.

Parece ser que los seres humanos carecemos ya de los frenos morales que nos hicieron levantar de entre las bestias y ascender a la condición de humanos, claro cuando una sociedad como la nuestra la institución que debe velar por la familia, lean el nombre PROFAMILIA, inicia por la prensa y el internet una campaña sobre la sexualidad afirmando que la mujer tiene derecho a la sexualidad “independiente de  su condición civil” asistimos al entierro de las costumbres y frenos que evitan que nos despedacemos como fieras uno con otros o que respetemos  sexualmente al sexo opuesto como debe ser.

Dejo aquí entonces este extracto traducido de la obra de Lewis Mumford: The Myth of the Machine: Technics and Human Development. HARCOURT, BRACE / WORLD, INC. NEW YORK 1967. Págs. 68-71

 
RITUAL, TABÚ Y MORAL

Lewis Mumford

De lo que acabamos de exponer se sigue que, aunque la disciplina del ritual ejerció una función importantísima e incluso indispensable en el desenvolvimiento de la humanidad, quedan pocas dudas de que solo triunfó a costa de una gran reducción de la creatividad. La prevalencia del ritual y de todas las manifestaciones institucionales de él derivadas, explica tanto los actos de la evo­lución temprana humana como su extrema lentitud; al alargarse tanto los frenos, resultaron más poderosos que la máquina que controlaban.

 Dondequiera que encontramos al hombre arcaico vemos una criatura sujeta a leyes, incapaz de hacer lo que le plazca, donde le plazca y como le plazca; muy al contrario, descubrimos que en cada momento de su vida debe moverse con cautela y circunspección, guiándose por las costumbres de su especie, reverenciando a los poderes sobrehumanos, dioses creadores de todos los seres, a los fantasmas y demonios, siempre asociados con sus inolvidables antepasados, o a los animales, plantas, insectos o piedras, seres todos consagrados y personificados en su tótem. Apenas podemos olvidar-aunque también esto sea una inferencia-que los hombres primitivos marcaban cada fase de su desarrollo con los correspondientes ritos de iniciación, unas ceremonias universales que el hombre civilizado abandonó tardíamente solo para cambiarlas por  estudios  acerca de «el cuidado y la alimentación de los niños», o «los problemas sexuales de los adolescentes».

Mediante inhibiciones y severas abstinencias, no menos que por actos  de sumisión llenos de fe, los hombres primitivos intentaron referir sus actividades a las potencias invisibles que los rodeaban, procurando apropiarse algo de su poder y adelantándose a su malignidad e hipocresía, hasta obtener, a veces por conjuros mágicos, su ansiada cooperación. En ningún aspecto se revela más patentemente esta actitud que en las dos antiguas instituciones que Freud miraba con tanta suspicacia e ingenua hostilidad: el tótem y el tabú. 

Ahora bien, el concepto de tótem, como han señalado Radcliffe-Brown  y Lévi-Strauss, manifiesta muchas ambigüedades y contradicciones en cuanto se examinan bien sus diversas aplicaciones. Y lo mismo nos ocurre con el  concepto de ciudad, que abarca multitud de diferentes funciones urbanas, con sus correspondientes necesidades sociales, todo ello bajo una reunión de estructuras que tienen muy poco de similares. El elemento que une todas las formas del tótem es una relación especial de lealtad hacia  un objeto o poder sagrados a los que se debe respetar piadosamente. Considerándola superficialmente, esta afiliación de un grupo social a cierto tótem antecesor significaría entonces un esfuerzo para evitar los destructores efectos que el incesto causaría en las comunidades pequeñas: de ahí que fuera pecado casarse con gentes del mismo tótem y que se castigara a un con la muerte el intercambio sexual entre tales grupos.

Lamentablemente, esta explicación no se sostiene, pues el hecho es que la relación sexual formalizada entre gentes del mismo  tótem se desarrolló al mismo tiempo que el mantenimiento del modelo normal de familia, practicada por muchas otras especies, entre ellas las aves. ¿Indica esto una ambivalencia peculiarmente humana, o debemos considerarla como complementaria entre los aspectos biológicos y culturales de La vida? Las complicadísimas regulaciones del parentesco habituales entre los pueblos «primitivos», al igual que sus tabúes, revelan la primigenia preocupación de aquellos hombres por rehacer sus brutos instintos biológicos y darles una forma específicamente humana bajo el estricto y deliberado  control de sus centros cerebrales superiores.

El patrón de la afiliación totémica se vio reforzado por el tabú, palabra polinesia que significa sencillamente «lo prohibido». Y bajo este título se incluyeron, además del intercambio sexual, ciertos alimentos, especialmente los derivados de animales totémicos, los cadáveres, las mujeres con menstruación, los juegos reservados al jefe, como hacer surf, o un territorio particular. De este modo, casi cualquier parte del entorno podía, mediante alguna asociación accidental con la buena o la mala suerte, convertirse en tabú.

Tales prohibiciones guardan tan poca relación con las prácticas del sentido común que uno puede sentirse fácilmente abrumado, como le pasó a Freud, por sus insondables caprichos, sus obstinadas sinrazones y su despiadada censura aun de los actos más inocentes; y hasta parecería (como le pareció a Freud) progresos que el hombre ha realizado mediante el acceso a la conducta racional es proporcional a su capacidad para eludir o derribar esos tabúes. Eso sería un grave error que ha acarreado gravísimas consecuencias. Lo mismo que le ocurrió a Freud al desestimar las religiones, ese error se basa en la extraña hipótesis de que una práctica que no contribuyó en nada a la evolución humana, sino que en algunos casos hasta obró contra ella, pudo, a pesar de todo, mantenerse durante siglos con vigor no disminuido. Lo que Freud pasó por alto fue algo que otro observador mejor dotado, Raddiffe-Brown, nos recuerda respecto de todas las formas del ritual: la necesidad de aclarar diferencias entre el método mismo y su fin social. Al invocar esos poderes consagrados y prescribir terribles castigos para quienes violaran los tabúes, el hombre primitivo estaba construyendo hábitos de control absoluto sobre su propia conducta. Durante mucho tiempo las ganancias en materia de solidaridad de grupo y orden previsible compensaron ampliamente las pérdidas de libertad.

El propósito ostensible del tabú puede ser infantil, perverso o injusto, como negarles a las mujeres ciertos privilegios de los que gozan los hombres, y viceversa durante el parto; pero la cos­tumbre de obedecer estrictamente tales órdenes y prohibiciones fue esencial para implantar el orden y cooperación necesarios en otras esferas.

Contra el absolutismo arbitrario del inconsciente, el hombre necesitaba una fuerza contraria y reglamentada igualmente absoluta. Al principio, solo el tabú pudo proporcionar tan necesario equilibrio, convirtiéndose así en el primer «imperativo categórico» de la humanidad; después, junto con el ritual, con el que está tan íntimamente conectado, el tabú resultó el medio más eficaz de asegurar la práctica del autocontrol. Tal disciplina moral, establecida como costumbre antes de que pudiera ser justificada como necesidad humana racional, vino a ser fundamental para la evolución humana.
También en este caso, la práctica de cierto pueblo primitivo superviviente, los eualayi, de Australia, nos proporciona un modelo ejemplar en una costumbre que Bowra refiere así: en cuanto un niñito comienza a gatear, su madre se provee de un ciempiés, lo cuece y golpea con él las manecitas del niño mientras va recitando una canción que dice:

bondadoso.
no robes
no toques lo que pertenece a otros,
deja todo eso en paz,
bondadoso.

En tales ocasiones, la madre humana no solo ejerce su autoridad, sino que la asocia con un bicho potencialmente ponzo­ñoso, uniendo así su requerimiento positivo con las simbólicas marcas del castigo implícito en la posible transgresión futura. Esto es positivo, y no cae ni en el mandato arbitrario ni en la concesión por flojera. De tal modo se desarrollan paralelamente el orden mental y el moral.

Tanto se ha alejado nuestra sociedad occidental de los an­cestrales tabúes contra el asesinato, el robo y la violación, que nos enfrentamos ahora a delincuentes juveniles desprovistos de todo freno interior les impida asaltar y ultrajar a otros seres huma­nos al azar y «por diversión», mientras que a la par tenemos de­lincuentes adultos capaces de planear el exterminio deliberado de decenas de millones de seres humanos, para cumplir (y también, sin duda, por diversión) una teoría matemática del juego. En la ac­tualidad nuestra civilización está recayendo en un estado mucho más primitivo e irracional que el de cualquiera de las sociedades repletas de tabúes que la humanidad haya conocido, y todo por falta de cualquier tabú efectivo. Si el hombre occidental pu­diese establecer un tabú inviolable contra el exterminio aleatorio, nuestra sociedad gozaría de una salvaguardia muy efectiva tanto contra violencias particulares como contra los horrores nucleares colectivos que siguen amenazándonos, a pesar de las Naciones Unidas y de los débiles mecanismos de seguridad.

Así como el ritual, en el caso de que yo esté en lo correcto, fue el primer paso hacia la expresión efectiva y la comunicación mediante el lenguaje, así el tabú fue también el primer paso hacia la disciplina moral. Sin  el ritual y el tabú, quizá la carrera del  hombre hubiera terminado hace mucho tiempo del mismo modo en que muchos gobernantes y naciones poderosí­simas han acabado sus días entre brotes psicóticos y horribles perversiones hostiles a la vida.

La evolución humanase apoya a cada momento en su capacidad de soportar tensiones y controlar su liberación. En los niveles inferiores, esto implica el control decoroso de la vejiga,  los intestinos; y en los superiores, la canalización deliberada de los apetitos  corporales y urgencias genitales, poniéndolo todo dentro de los canales socialmente aceptables. Lo que yo sugiero aquí, final­mente, es que la estricta disciplina del ritual y la severa escuela moral del tabú fueron esenciales para el autocontrol del hombre, a la vez que para su creatividad cultural en todas y cada una de las esferas. Solo quienes obedecen a las reglas son capaces de participar en este juego, y todo ello hasta tal punto que la estrictez de las reglas y, la dificultad de ganar sin violarlas son valores que incrementan los goces de tal juego.

En resumen, toda la esfera de la existencia del hombre primitivo, en la actualidad repudiada por la mente científica moder­na (por saberse consciente de su superioridad intelectual), fue la fuente originaria de la autotransformación del hombre, que le hizo pasar de animal a ser humano. El ritual, la danza, el tótem, el tabú, la religión y la magia fueron los factores que proporciona­ron las bases fundamentales para el ulterior desarrollo superior del hombre. Hasta la primera gran división del trabajo –según ha subrayado A. M. Hocart-puede haber sido establecida en los rituales, con sus funciones fijas y sus oficios predeterminados, mucho antes de ser llevada a la tecnología. Y todo ello comenzó «hace mucho tiempo, en la era de los sueños».





domingo, 3 de febrero de 2013

Salidas al tribalismo

Publicado por Septem Nostra en "El Faro Digital"

La lectura del último libro del prestigioso biólogo Edward O. Wilson, “La conquista social de la tierra”, nos ha hecho reflexionar sobre la condición humana desde su aspecto biológico. Acostumbrados a manejar obras que abordan el análisis del ser humano a través del prisma de las ciencias sociales, este libro aporta una novedosa respuesta, pero al mismo tiempo desconcertante a la pregunta ¿Qué somos? Al leer este ensayo del considerado biólogo más importante del siglo XX nos ha invadido una rara inquietud interior. Una sensación con la que ya contaba Wilson que iban a experimentar sus lectores. Como dice el propio autor, "la mayoría de las personas, incluidos muchos estudiosos, preferirían mantener la naturaleza humana al menos parcialmente en la oscuridad". ¿Cuáles son esos rasgos de la naturaleza humana no transformada, cruda, que no nos gustan?. Quizá sea descubrir que los seres humanos somos por naturaleza profundamente tribalistas. Según Wilson, “un elemento básico de la naturaleza humana es que la gente se siente obligada a pertenecer a grupos y, cuando se ha unido a ellos, los considera superiores a los grupos competidores”.

El tribalismo hoy día se manifiesta en formas más benévolas que en épocas pretéritas, tiempos en los que la rivalidad entre grupos por el control de un territorio desembocaba casi siempre en conflictos violentos. En la actualidad los campos de batalla han sido transformados en estadios deportivos y los antiguos guerreros en hinchas de distintos equipos. Aunque suelen darse episodios de violencia entre seguidores de equipos rivales, en la mayor parte de las ocasiones la gente se conforma con insultar al árbitro y meterse con los hinchas del equipo contrario. No obstante, no podemos quedarnos en este elemental estadio de tribalismo. Nuestra sociedad está conformada por un intrincado sistema de tribus entrelazadas. La mayor parte de nosotros nos sentimos partícipes de una amplia variedad de grupos: nuestra familia, la panda de amigos, el equipo de fútbol en el que jugamos, nuestra ciudad, la patria, etc… La adscripción a estos grupos es favorable, ya que son reflejo de nuestra capacidad de sociabilidad  y empatía. El problema estriba en que este saludable impulso a formar grupos se transforma fácilmente en formas de tribalismo, que no son tan “pacíficas” como el fútbol, por ejemplo.
Tal y como explica Edward O. Wilson, “las personas propenden al etnocentrismo. Es un hecho incómodo que, incluso cuando se les ofrece una elección sin remordimientos, los individuos prefieren la compañía de otros de la misma raza, nación, clan y religión. Confían más en ellos, se relajan con ellos en los acontecimientos comerciales y sociales, y los prefieren con más frecuencia como pareja con la que casarse. Son más rápidos a la hora de indignarse ante la evidencia de que alguien de fuera del grupo se comporte injustamente o reciba recompensas inmerecidas. Y se comportan de manera hostil ante cualquier miembro de otro grupo que se introduzca en el territorio de su grupo o utilice sus recursos”. Esta afirmación la respalda este investigador con el resultado de algunos experimentos en los que participaron personas de distinta raza. Mediante estas pruebas se pudo comprobar que la imagen de miembros pertenecientes a razas distinta al sujeto en cuestión provocaba una rápida e inconsciente activación de la amígdala, el centro central del miedo y la cólera. La lectura de este párrafo del libro del que venimos hablando fue el que me produjo esta sensación de inquietud y desasosiego que comente con anterioridad. No pude evitar relacionar el contenido de este fragmento de texto con la situación que vivimos en Ceuta.

Cuando estaba leyendo las últimas páginas del libro, con la idea del tribalismo rondando por mi cabeza, hice una pausa para enterarme de las últimas noticias locales. Al echar un vistazo a la edición del pasado miércoles de este mismo rotativo, me detuve para leer un artículo que recogía las declaraciones de varios vecinos del Príncipe Alfonso sobre los tiroteos que han tenido como escenario esta populosa barriada ceutí. A partir de las declaraciones de un representante vecinal, la periodista Paloma López Cortina hace este magnífico retrato robot  de los responsables de este repunte de violencia en el Príncipe: “veinteañeros como mucho, desempleados con núcleos familiares desestructurados sin perspectivas de futuro donde los padres sufren la marginalidad del paro y que han encontrado en este grupo un lugar donde se sienten reconocidos y valorados por sus amigos”. Como broche a esta descripción, la mencionada periodista reproduce una declaración textual del Presidente de la Asociación Vecinal, Abdelkamil Mohamed, en la que expresa que estos jóvenes “se sienten fuertes, identificados y respetados y en la calle saben con quien pueden o no meterse”. Al leer esta crónica periodística mi mente encontró un claro paralelismo con el contenido del capítulo del libro de Wilson que habla de la guerra como una maldición hereditaria de la humanidad. Según cuenta Wilson, “las pautas de violencia colectiva de los machos jóvenes de chimpancés son notablemente parecidas a las de los machos humanos jóvenes. Aparte de rivalizar constantemente por la posición social, tanto para ellos como para sus pandillas, tienden a evitar las confrontaciones masivas abiertas con tropillas rivales, y en cambio se basan en ataques por sorpresa”.
 
¿Quiere esto decir que el hombre carece de la capacidad de autocontrol? Yo no lo creo, y en este aspecto me distanció de la opinión de Wilson para quien “las formas más complejas de comportamiento son, en último término, biológicas”.  Este célebre biólogo pertenece a aquellos sectores de mundo científico que tiene la extraña creencia de que la parte animal del hombre es la única real válida, integral, y que las formas de moralidad y disciplina social son sólo supersticiones impuestas a la verdadera naturaleza del hombre. De esta manera, tal y como comenta Lewis Mumford en  su obra “las transformaciones del hombre”, “el hombre moderno corre el riesgo de perder su humanidad por el hecho de conceder mayor importancia a su ser animal y a su carácter no humano que a su yo social y al superyo ideal que transformaron esa herencia original”.  No obstante, el mismo Mumford matiza que  “por mucho que avance el hombre por el camino de la autodramatización y la autotransformación, nunca puede deshacerse del todo del animal”.

Retomando la aplicación práctica de las ideas de Wilson y su necesario tamizado por el filtro del humanismo, salta a la vista que uno de los grandes retos que tiene por delante la humanidad es superar la tendencia al tribalismo y al etnocentrismo. Una propensión que si no conseguimos controlar puede derivar a formas extremas, como los subgrupos criminales que, sin ir muy lejos, están surgiendo en la barriada del Príncipe Alfonso. ¿Cómo hacerlo?. Aquí sí que podemos combinar las aportaciones de la ciencia biológica y las reflexiones de las ciencias sociales. Por un lado, el estudio de la evolución hombre ha demostrado que si hemos alcanzado nuestro alto nivel de desarrollo mental, al menos en conjunto, es por la combinación de dos niveles de organización biológica. En el más elevado de los dos, en palabras de Wilson, “los grupos compiten con grupos, lo que favorece los rasgos sociales cooperativos entre los miembros del mismo grupo”. Mientras que en un nivel inferior, “los miembros del mismo grupo compiten entre sí de una manera que conduce al comportamiento egoísta”.

Ambas tendencias innatas en los hombres requieren para alcanzar  la armonía y paz social que mantengan un equilibrio. Ninguna de las pulsiones instintivas debe vencerse, ya que, como advierte Wilson, “si tuviera que dominar la selección individual, las sociedades se disolverían. Y si acabara dominando la selección de grupo, los grupos humanos acabarían pareciendo colonias de hormigas”.  
Desde una perspectiva humanista, pensadores como el citado Mumford, apuestan por la vía de la cultura como posible salida del tribalismo.

El freno a la tendencia humana hacia el tribalismo consistirá, según este autor, en la conformación de un tipo de “persona no marcada indeleblemente por los tatuajes de su tribu ni coartada por los tabús de su totem…Una persona a quien sus restricciones dietéticas religiosas no le impidan participar en el alimento espiritual que ha resultado nutritivo para otros hombres; y, por último, una persona cuyos anteojos ideológicos no le estorben permitiéndole sólo entrever alguna vez el mundo tal como se muestra a hombres con otros anteojos ideológicos, o tal como se revela a quienes, cada vez con mayor frecuencia, son capaces de una visión normal sin ayuda de lentes”.

viernes, 1 de febrero de 2013

El salto de Félix Baumgartner

Desde que Félix Baumgartner decidió saltar al vacio a una distancia de 39 kilometros de la superficie he venido pensando en la futilidad de la hazaña. Siempre he deseado escribir unos parrafos sobre el salto hacia el vacio dado por el "Daredevil" austriaco.Sin embargo he encontrado un trabajo escrito por el redactor de la pagina Pliego Suelto quien escribe bajo el pseudonimo "D" que quiero transcribir aqui por que es exactamente lo que pienso del salto del paracaidista austriaco. Esta tomado de un trabajo sobre Paul Virilio que se titula: "Paul Virilio: El accidente o el milagro a la inversa"

"El salto de Félix Baumgartner fue decepcionante. Cabían dos posibilidades, la primera de las cuales todos anhelaban secretamente: el accidente y sus variantes; la despresurización del traje, el fallo en el mecanismo de abertura del paracaídas; en fin, que se estrellara, que se desintegrara. La catástrofe es el desagüe emocional a donde van a parar todas las pasiones enfrentadas ante un acontecimiento de riesgo: algo tiene que llegar a su fin, sugiere la conciencia, y de una vez para siempre. Baumgartner rompió la barrera del sonido y durante el tiempo en que se escribe este artículo está haciendo rondas de entrevistas vendiendo la proeza, con promotor comercial inclusive, ese que tendría que haber cambiado de eslogan en caso de que el espectáculo hubiera sido sangriento.
La otra posibilidad se observa mejor desde lo alto. La línea borrosa de la atmósfera aparece más plana de lo que la ha visto jamás un hombre, al menos en vivo. El hecho de que el vacío se abra sobre la cabeza del saltador y, sin embargo, no ascienda, no salga proyectado hacia el abismo, es la otra gran oportunidad perdida. Un hombre geoestacionario grabando en directo un fallo de cálculo hubiera sido el mayor éxito de audiencia de todos los tiempos. La humanidad a la deriva, estupenda metáfora.
La situación es muy similar a la que padece Tántalo en el infierno: ni comer fruta, ni beber agua. Ponga donde ponga los labios, nunca puede satisfacer su apetito. Está atrapado en el punto exacto donde no hay nada, salvo el agujero de su desesperación. Como el ser humano, que sigue siendo, pese a todo, una criatura terrícola, asfixiándose en un vasto desierto en el que la extinción biológica solo es el más visible y vulgar de los síntomas. Pero Baumgartner parece haber lanzado un desafío: un paso más y abandonamos este planeta. Este es el fin buscado, el apocalipsis, la desaparición del mundo y de su lógica gravitacional1. Es posible que el planeta esté en declive, pero de la misma manera que abunda en el arte —afirmaba Sábato—, en el análisis de este tiempo hay también una literatura de la crisis."