“Debemos
construir la habilidad de ser nosotros mismos y no hacer nada. Eso es lo que
los teléfonos han hecho desaparecer. La
capacidad de estar quietos. Es en lo que consiste ser una persona”.
Con esta cita del cómicoLouis C.K., el
científico y escritor Andrew
J. Smart ilustra uno de los grandes problemas del ser humano en el
siglo XXI: la necesidad autoimpuesta de estar permanentemente
ocupados. El ocio es el enemigo, algo que nos detiene en la conquista de
nuestros objetivos y que puede acabar con nuestro bienestar material. Sin
embargo, el esfuerzo continuo no nos hace más felices, ni siquiera nos permite
conseguir mejores resultados. Simplemente, acaba con nuestra creatividad, con
nuestra felicidad y nuestra humanidad.
Smart acaba
de publicar en EspañaEl arte y la ciencia de no hacer nada. El
piloto automático del cerebro(Clave
Intelectual), en el que explica desde un punto de vista neurológico –aderezado
con observaciones literarias y filosóficas– por qué deberíamos empezar a no
hacer nada. En primer lugar, porque, como explica a El Confidencial, “el cerebro es una maravilla compleja
y no lineal que siempre está activa”. Hay partes de nuestro cerebro, como el
córtex prefrontal, que se activan cuando no hacemos nada y que “te permiten
acceder a tu inconsciente, tu creatividad y tus
emociones”. Perder el tiempo potencia nuestras habilidades, nos ayuda a
conocernos y a sentirnos en paz. La conclusión, para Smart, está clara:
“Es aceptable ser vago”.
El hombre no nació para trabajar
Se trata de
una idea que lleva circulando desde hace mucho tiempo en la neurociencia y que
ha formado parte de la cultura durante siglos. El descanso era tan
consustancial a la vida diaria como el trabajo. Sin embargo, la revolución
industrial, el capitalismo, la urbanización de la sociedad y la globalización
han cambiado las costumbres del individuo y han convertido el tiempo en el bien más preciado.
Por el contrario, la vaguería (o, mejor dicho, la ociosidad) es hoy en día un
importante tabú. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
La ética
protestante, heredada por el capitalismo, comenzó a cambiar las tornas respecto
al trabajo, que durante siglos había sido considerado un castigo divino. “Lutero pensaba que los
pobres eran vagos y necesitaban ser castigados con el trabajo duro”, explica
Smart. “En el libro hablo de nuestro pasado evolutivo, y cómo el ocio era necesario para recuperarse después
de cazar y escapar de depredadores”. Sin el descanso, habría sido imposible que
el ser humano mantuviese todas las exigencias físicas de un mundo dominado por
la naturaleza. “Hoy en día no tenemos que hacer nada físico para sobrevivir
excepto caminar al coche, pero quizá la compulsión de estar ocupados esté
relacionada de alguna manera con ello”.
Durante
siglos, se pensó que el desarrollo tecnológico permitiría al ser humano
disponer de más tiempo libre. “Los radicales del siglo XIX como Marxo Bakunin apostaban por una
sociedad basada en el ocio”, recuerda Smart. “Economistas mainstream como Keynes pensaban que hoy en día
tendríamosuna jornada laboral mucho más corta,
y Oscar Wilde escribió que los
pobres debían ser liberados por las máquinas”. Sabemos perfectamente que no
sólo no trabajamos menos, sino que la tecnología ha provocado que dediquemos
las 24 horas del día al trabajo, a diversos compromisos familiares y sociales y
a consultar las notificaciones del móvil.
Hay un
interés detrás de todo ello, sugiere Smart. “Las largas horas de trabajo
benefician a la élite de varias maneras –consiguen convertir el valor de
nuestro trabajo en beneficio–, mientras estamos intentando trabajar todo lo
posible no nos organizamos, algo que siempre ha sido una amenaza a sus
intereses”. Otra contrapartida: “Previene el pleno empleo porque siempre puedes
amenazar a los empleados con el desempleo por trabajar lo justo, pero si todos
trabajásemos menos horas podríamos emplear a todo el mundo”. ¿La paradoja
inherente a todo ello? “Si sólo
trabajásemos unas pocas horas al día, seríamos tan productivos o incluso
más que si lo hiciésemos diez horas al día”.
“Mi visión
particular es que todo el mundo puede disfrutar del ocio que necesite sin dañar
su seguridad material. Creo que se tiene la falsa creencia de que si dejásemos
a la gente tener todo el ocio que quisieran nadie trabajaría”, argumenta Smart.
“No creo que eso sea verdad: la gente trabajaría en lo que desease, no en la
basura en lo que suele trabajar. La gente no es vaga, simplemente tiene trabajos lamentables”.
El culto a la agenda apretada
Pero ese
culto a la productividad forma parte ya casi inseparable de nuestras vidas.
Exigimos a nuestros hijos que se olviden del ocio, tan necesario para el
desarrollo emocional y personal, y abracen un gran número de actividades
extraescolares o aficiones, siempre vistas como una obligación, como es el caso
de aprender a utilizar un instrumento musical o practicar un deporte. “Estoy de
acuerdo en que me sentiría muy raro como padre si le dijese a los que acaban de
apuntar a sus hijos en 14 actividades que los
míos no hacen nada”, reconoce Smart. “Nos sentimos culpables si no
tenemos a nuestros hijos apuntados a natación, música, chino, etc”.
Esta trampa
no deja de producir paradojas.
Una de ellas es que aquellos que más dinero y poder tienen en sus manos son
precisamente los que disponen de menos tiempo libre. Sin embargo, Smart sugiere
que algunas personas podrían disfrutar más, o estar más preparadas
biológicamente que otras, para aguantar el estrés. “Los CEO, banqueros y
políticos no son la clase de personas que uno consideraría creativas o que te
gustaría conocer de forma personal”, sugiere el científico. “Su ocupación los
daña de la misma manera que a los demás, pero en la situación presente se
benefician de ello, incluso aunque les haga daño a la larga”.
Mucho se ha escrito ya sobre los
problemas que causa la multitarea, es decir, nuestra tendencia a realizar
diversas actividades al mismo tiempo, algo que provoca que no hagamos bien ninguna
de ellas y perdamos nuestra capacidad de concentración. Pero Smart va más allá.
No se trata de reorganizarse para ser más productivos, sino de, simplemente,
redescubrir quiénes somos y lo que queremos.
Andrew Smart trabaja con la Universidad
de Nueva York.
“El escritor Steven Poole escribió un
gran artículo sobre lo que denomina ‘el culto a la productividad’, donde todo lo
que hacemos –incluso si es simplemente relajarse– tiene algún objetivo
funcional o sirve a la motivación utilitaria de ser productivo”, recuerda
Smart. “Insisto en mi libro en que estar
desocupado es bueno por sí mismo, no para convertirse en unhipster digital más productivo”. Esa es una de las
paradojas del libro. Si bien sugiere que tomarse varios descansos en el trabajo
o dejar la mente vagar durante un buen rato al día puede mejorar nuestra
creatividad y desempeño en el trabajo, Smart es particularmente crítico
con la utilización de su libro para conseguir ser aún más eficientes.
“Es difícil
escapar de ello, porque hay quien lee mi libro y se dice 'oh, vale, ahora tengo
que añadir no hacer nada a
mi lista de tareas'. Es no haber entendido nada”, se lamenta Smart, que
explica cómo la escritora Bridig
Shulte, autora de Owerwhelmed,
un libro sobre la falta de tiempo libre en nuestra sociedad, recibe
continuamente ofertas por parte de importantesthink-tanks para
explicarles cómo el ocio puede hacer más productivos a sus empleados. Otra
manifestación más de la obsesión de nuestra sociedad por traducir lo que no
tiene precio en números, metas y nombres tachados de una lista.
El ser humano, en peligro
El problema que
late detrás de todo ello es que, quizá, el ser humano esté perdiendo aquello
que le distinguía del animal, la capacidad de autorreflexión y de conciencia
sobre uno mismo. Por el contrario, nos estamos convirtiendo en una mezcla de
los animales que sólo son capaces de reaccionar a los estímulos de su entorno y
las máquinas que obedecen constantemente órdenes externas. “La habilidad para
pensar sobre nosotros mismos es una capacidad humana que ninguna otra especie
puede llevar a cabo”, añade Smart. “Requiere una gran corteza prefrontal y la
capacidad de metacognición. Si dejamos que esta habilidad se atrofie de forma
individual, tendrá consecuencias
socialmente negativas”.
Si somos conscientes de que el estrés
cotidiano y nuestros horarios sobresaturados acaban con nuestra inspiración,
¿por qué no hacemos nada para evitarlo? Smart traza un paralelismo con la
adicción al tabaco. Cuando empezamos a fumar de adolescentes, resulta atractivo
porque nos hace parecer más mayores y más interesantes; pero para cuando nos
damos cuenta de que nos perjudica, nos encontramos con que la motivación
inicial se ha esfumado y es difícil hacer desaparecer la adicción.
¿Qué podemos
hacer, por lo tanto, para poner el freno de mano en un mundo en constante
movimiento sin que este nos lleve por delante? Smart lo tiene claro: “Conseguir
una sociedad basada en el ocio probablemente requería algo parecido a una
revolución”. Mientras tanto, está en nuestras manos (íntimas y privadas)
intentar detener el caos que nos rodea. “Cuando tengo un momento en el que no
he de hacer nada, intento detener la urgencia de encontrar algo que hacer”,
explica. “Intento sentarme hasta que me
interrumpen. Te sorprendería el beneficio de robar breves momentos a lo
largo del día para desconectar. Una vez manejes esos pequeños momentos de
desconexión, puedes construir gradualmente una tolerancia a los períodos
mayores”. Barato, sencillo y efectivo, aunque conviene tener a mano un ejemplar
de El arte y la ciencia de no hacer nada ante la nada
descabellada posibilidad de que alguien nos llame “holgazán”.