Publicado en Pijamasurf.
“Sentado en silencio, haciendo nada, la primavera llega, y la hierba crece por sí sola”
Proverbio Zen
Pornografía tridimensional, 8,230
millones de páginas web irradiando data, tecnologías móviles que
amenazan los últimos gramos disponibles de intimidad, hiperconectividad,
vértigo informativo, una aparente aceleración del eje que sostiene al
tiempo, probables apocalipsis, más de siete mil millones de personas
construyendo (conciente o inconscientemente) realidades, espiritualidad
contracultural, excitantes flujos gratuitos de mp3’s, vórtices
disfrazados de redes sociales, lectura electrónica, fantasmagoria
emocional, cerca de cinco mil millones de videos disponibles tan solo en
YouTube, bipolaridad biorítmica, sensualidad artificial, vorágine
publicitaria acechando nuestro espacio público, comida rápida (cada vez
más rápida), nuevas enfermedades, psicosis pop, excesiva concentración
humana/urbana en espacios localizados, estreñimiento intuitivo,
marketing neuronal, crisis financieras, colapsos éticos, hiperflujo de
símbolos, efímeros ídolos que son rápidamente suplantados por otros
(maquila de íconos), ciencia ficción materializada, líderes confundidos,
desgarre de paradigmas, sobreproducción alimentaria, empatía por los
zombies, tantra digital, estimulación, percepción desbordada, más
estimulación… ¿Acaso alguien duda que los nuestros son tiempos intensos?
Exploración frenética
El neurocientífico Jaak Panksepp
descubrió un intrigante aspecto en el cerebro de los mamíferos. Si tu
colocas un electrodo en el área de estimulación sexual de un roedor, y
luego le haces disponible un botón para activar dicho estímulo, entonces
lo activará durante un rato hasta estar satisfecho y luego lo dejará en
paz hasta el día siguiente. Lo mismo ocurre con el hambre o el sueño.
Pero si realizas el mismo experimento con el región encargada de la
exploración (el hipotálamo lateral), entonces ocurre algo radicalmente
distinto: el roedor simplemente oprimirá el botón, insaciablemente,
hasta colapsar. Curiosamente el ser humano actúa en forma casi idéntica
cuando se trata de estimular su sentido de exploración.
Cada vez que exploras algo tu cerebro se
auto-recompensa con una dosis de dopamina, por cierto el mismo
neurotransmisor que se estimula mediante sustancias como la cocaína o el
speed, y el cual detona ciertas funciones como el sentirte
energetizado y concentrado, en un principio, y posteriormente comienzas a
estresarte hasta que, eventualmente, colapsas. Pero el principio
neuronal de exploración frenética no es un simple vórtice autómata
dentro de nuestro cerebro, en realidad funciona a base de una recompensa
más allá de la dopamina: opiáceos, sustancias que te relajan, te hacen
sentir pleno, y diluyen nuestro frenesí exploratorio, ya que representa
el acto de hallar una respuesta a nuestra búsqueda. Juntos, el estímulo y
su relativa saciedad, nos sumergen en un extraño loop.
Podríamos afirmar que los opiáceos son
la contraparte perfecta de la dopamina. Sin embargo, a lo largo de la
historia de los mamíferos, la evolución parece no haber valorado el
estado relajado y sedentario propio de la recompensa opiácea (ya que
induce un estado que nos hace potencialmente vulnerables ante posibles
depredadores). Y tal vez está inercia se ha intensificado dentro del
contexto sociocultural que hemos forjado durante el último siglo: hay
que producir más en menor tiempo, hay que absorber la mayor cantidad de
información posible, hay que vivir mucho (aunque no necesariamente
bien), etc… Es decir, e independientemente de si se trate de una premisa
de supervivencia evolutiva, de una virtud cósmica o de un macabro loop sociocultural, preferimos buscar que encontrar. Curiosamente
hace unos meses escribía acerca del propósito de nuestra existencia,
planteando que a este mundo venimos a recopilar información. Pero
confieso que no era consciente, al menos no para enfatizar con claridad
su condición vital, de que para cumplir esa apasionante y mágica
función, resulta fundamental el generar momentos completamente ajenos a
la exploración –recordando además que tal vez son los espacios en
blanco, y no las letras, los que dan sentido a un texto–.
Neuro-vacaciones: una visita al no-hacer
Si tomamos en cuenta los ritmos propios
del actual contexto sociocultural, aunado a esta inercia
neuroexploradora, entonces parece que el camino se dibuja con claridad:
es fundamental obsequiarle a nuestro cerebro momentos de relajación
total, extraerlo del vertiginoso intercambio de información y colocarlo
en un estado de no-hacer. Se trata de extender esos instantes envueltos
en silencio, sin ningún fin en particular, cultivando la simpleza, y
eludiendo cualquier tipo de estimulación más allá del estar –esto
incluyendo el cese del flujo informativo al que estamos permanentemente
expuestos–.
Con el fin de neuro-vacacionar
evidentemente existen algunos recursos que son especialmente útiles y
accesibles para todos. Me refiero por un lado a un entorno, la
naturaleza, procurando sitios como un bosque, la montaña, la playa,
contextos que favorecen ritmos orgánicamente ajenos al vórtice de
estímulos que muchos llamamos cotidianidad. La segunda de estas
herramientas no se refiere a un espacio sino a una actividad voluntaria,
la meditación. Está práctica milenaria, que incluye decenas de
variables disponibles, privilegia el ser sobre el hacer, rinde culto a
la posibilidad de sintonizarnos con la respiración y simplemente
observar sin intervenir. Ambos recursos, el procurar entornos naturales o
el dedicar unos minutos a meditar, permiten hackear el excitante
protocolo que la dinámica contemporánea nos exige y diluir esa ansiedad
proactiva que bien podría terminar reventando nuestro sistema nervioso
–o al menos inducir estados poco deseables que hoy en día son,
lamentablemente, muy recurridos, por ejemplo el estrés–.
En pocas palabras se trata de que tengas
la claridad y la voluntad necesarias para, periódicamente, bajarte de
la ola y penetrar ese delicioso estado del no-hacer, sin expectativas,
sin objetivos pre-establecidos, sin técnicas sofisticadas ni demandantes
requisitos. Así que cuanto antes sacúdete esa falsa verdad de que todo
el tiempo tienes que estar haciendo algo, incluidas esas actividades de
esparcimiento con las que acostumbramos mitigar el rush laboral, y
entrégate a la nada. Y aunque tal vez te parezca un ejercicio un tanto
épico, tomando en cuenta las circunstancias predominantes de tu vida, lo
cierto es que para ello solo necesitas dos cosas: inhalar y exhalar.
Twitter del autor: @paradoxeparadis
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