Tomado de:
Lewis Mumford, Técnica y Civilización (1934) Alianza Editorial. Primera edición en “Alianza
Universidad”: 1971. Quinta reimpresión en “Alianza Universidad”: 1992. Págs. 289-292.
Examine el lector por sí mismo la parte desempeñada por la
rutina mecánica y sus aparatos en su jornada de trabajo, desde el despertador
que le hace levantarse por la mañana hasta el programa de radio que le acompaña
para dormirse. En vez de abrumarle con la recapitulación, me propongo resumir los
resultados de sus investigaciones y analizar las consecuencias.
La primera característica de la moderna civilización de la
maquina es su regularidad temporal. Desde el momento del despertar, el ritmo
del día esta medido por el reloj. Independientemente del esfuerzo o de la
fatiga, a pesar de la desgana o de la apatía, la familia se levanta a la hora establecida.
El tardar en levantarse está castigado con la mayor prisa en desayunarse o en
correr para tomar el tren: a largo plazo, puede incluso significar la pérdida
de un empleo o el ascenso en el negocio. El desayuno, el almuerzo, la comida,
se hacen a horas fijas y tienen una duración bien limitada: un millón de
personas realizan estas funciones dentro de un corto espacio de tiempo, y solo
se toman escasas medidas para los que tengan que comer fuera de este plan
regular. Al aumentar la escala de la organización, la puntualidad y la
regularidad del régimen mecánico tienden a incrementarse: el reloj registrador
regula automáticamente la entrada y la salida del trabajador, en tanto un
trabajador que no cumpla con regularidad —tentado por la trucha de los
riachuelos o por los patos de las marismas— se encuentra con que esos impulsos
se tratan tan desfavorablemente como la embriaguez arraigada: si quiere atenerse
a sus impulsos debe permanecer atado a los menos rutinarios dominios de la
agricultura. “Los temperamentos refractarios de la gente obrera acostumbrada a
paroxismos irregulares de diligencia”, de los que Ure escribía hace un siglo
con tan piadoso horror han sido desde luego dominados.
Bajo el capitalismo, la medida del tiempo no es solamente
un medio de coordinar e interrelacionar funciones complicadas: es también como
el dinero un producto independiente con un valor propio. El maestro de escuela,
el abogado, incluso el doctor con su programa de operaciones conforman sus
funciones con un calendario casi tan riguroso como el de un maquinista de una locomotora.
En caso de parto, la paciencia más bien que la instrumentación es uno de los
requisitos principales para un alumbramiento normal satisfactorio y una de las garantías
mayores contra la infección en casos difíciles. En este caso la interferencia mecánica
del tocólogo, impaciente por reanudar sus visitas, ha sido ampliamente
responsable del descredito corriente en la estadística de los médicos
americanos, que utilizan el equipo más higiénico de hospital, si se compara con
las comadronas que no intentan acelerar con brusquedad los procesos de la
naturaleza. Mientras la regularidad en ciertas funciones fisiológicas, como
comer y eliminar, puede de hecho ayudar a mantener la salud, en otros casos,
como el juego, el trato sexual y otras formas de diversión, la fuerza misma del
impulso es de sacudida más bien que de repetición regular: en este caso los hábitos
fomentados por el reloj o el calendario pueden conducir al embotamiento y a la
rutina.
Luego la existencia de una civilización de la máquina,
completamente cronometrada, programada y regulada, no garantiza necesariamente
el máximo de eficiencia en ningún sentido. La medida del tiempo establece un
punto útil de referencia, y es inestimable en la coordinación de diversos
grupos y funciones que carecen de otro marco cualquiera de actividad. En la práctica
de una vocación individual dicha regularidad puede ayudar muchísimo en la concentración
y en la economía del esfuerzo. Pero el consentir que gobierne arbitrariamente
las funciones humanas es reducir la existencia misma a una simple esclava del
tiempo y a extender las sombras de la cárcel sobre una zona demasiado amplia de
la conducta humana. La regularidad que produce apatía y atrofia —esa acedia que
era ruina de la existencia monástica, como lo es asimismo el ejército— es tan
despilfarradora como la irregularidad que produce el desorden y la confusión. Utilizar
lo accidental, lo impredecible, lo caprichoso es tan necesario, hasta en términos
de economía, como utilizar lo regular: las actividades que excluyen las
operaciones del azar provocan la pérdida de algunas ventajas de la regularidad.
En pocas palabras, el tiempo mecánico no es un absoluto. Y
una población entrenada a atenerse a una rutina mecánica del tiempo con
cualquier sacrificio de la salud, conveniencia y felicidad orgánica puede muy
bien llegar a sufrir de la tensión de esa disciplina y hallar que la vida es
imposible sin las más vigorosas compensaciones. El hecho de que el trato carnal
en una ciudad moderna este limitado, para los trabajadores en todos los grados
y sectores, a las horas ya fatigadas del día puede aprovechar a la eficiencia de
la vida de trabajo solo con un sacrificio demasiado gravoso en las relaciones
personales y orgánicas. Los beneficios prometidos por la reducción de las horas
de trabajo de ningún modo constituyen una oportunidad para dar al placer
corporal el vigor que hasta ese momento se ha agotado al servicio de las
maquinas.
Junto a la regularidad mecánica, se observa el hecho de que
una buena parte de los elementos mecánicos de hoy son intentos para
contrarrestar los efectos del alargamiento del tiempo y de la distancias en el
espacio. La refrigeración de los huevos, por ejemplo, es un esfuerzo para
espaciar su distribución de manera más uniforme de lo que la gallina es capaz
de hacer. La pasteurización de la leche es un intento de contrarrestar el
efecto del tiempo que transcurre en la cadena entre la vaca y el lejano
consumidor. Las partes que acompañan al aparato mecánico nada hacen para
mejorar el producto mismo: la refrigeración simplemente detiene el proceso de descomposición,
mientras que la pasteurización en realidad le quita a la leche algo de su valor
nutritivo. Donde es posible distribuir a la población más cerca de los centros
rurales en donde se producen la leche, la mantequilla y las verduras, los
complicados aparatos para contrarrestar el tiempo y las distancias puede hasta
cierto punto disminuir.
Se pueden multiplicar dichos ejemplos tomándolos de
distintos sectores; apuntan a un aspecto de la máquina que no ha sido
reconocido en general por aquellos originales apologistas del capitalismo de la
máquina que consideran cualquier gasto extraordinario de fuerza motriz y toda
pieza nueva de un aparato mecánico como un beneficio neto automático en
eficiencia. En The Instinct of Workmanship (El instinto manufacturero), Veblen de hecho se ha
preguntado si la máquina de escribir, el teléfono y el automóvil, aunque logros
tecnológicos acreditados “no han desperdiciado más esfuerzo y sustancia de la
que han ahorrado”, si no se les debe achacar una apreciable perdida económica,
por haber aumentado el ritmo y el volumen de la correspondencia y la comunicación
y los viajes fuera de toda proporción con las necesidades reales. Y Bertrand
Russel ha observado que cada mejora en la locomoción ha incrementado el área
sobre la que cada persona se ve impulsada a moverse; de manera que una persona que
hace un siglo tuviera que emplear media hora para ir a trabajar, aún tiene que
emplear media hora para llegar a su destino, porque el artefacto que le permitía
ahorrar tiempo si hubiera permanecido en su situación original, ahora —llevándole
a una zona residencial más lejana— anula de hecho el beneficio.
Ha de observarse aquí otro efecto ulterior de nuestra más
estrecha coordinación del tiempo y de nuestra comunicación instantánea: la
ruptura del tiempo y la ruptura de la atención. Las dificultades de transporte
y de comunicación antes de 1850 actuaban automáticamente como pantalla
selectiva que no permitía que a una persona alcanzaran más estímulos que
aquellos a los que ella podía responder: una cierta urgencia era necesaria
antes de que uno recibiera una llamada lejana o se viera uno mismo obligado a
emprender un viaje. Esta condición de lenta locomoción física mantenía el trato
a escala humana, y perfectamente controlado. Hoy día esta pantalla ha
desaparecido: lo lejano esta tan próximo como lo cercano: lo efímero es tan
importante como lo duradero. Mientras el “tempo” del día ha sido acelerado por
la comunicación instantánea, se ha roto su ritmo: la radio, el teléfono, el
clamor del periódico por llamar la atención, y en medio de la multitud de estímulos
a que se encuentra sometida la gente, se hace cada vez más difícil absorber y
poder con cualquier parte sola del ambiente, por no decir con el conjunto. El
hombre corriente están tan sujeto a esas interrupciones como el estudioso o el hombre
de negocios, e incluso el periodo semanal de cese
de las tareas familiares y de ensueño contemplativo, que ha sido una de las
grandes contribuciones de la religión occidental a la disciplina de la vida
personal, se ha convertido en una posibilidad cada vez más remota. Esas ayudas mecánicas
a la eficiencia, la cooperación y la inteligencia han sido explotadas sin
piedad, por la presión comercial y política, pero hasta ahora —por no reguladas
y por indisciplinadas— han sido obstáculos a los fines mismos que pretenden
favorecer. Hemos multiplicado las exigencias mecánicas sin multiplicar en grado
alguno nuestras capacidades humanas por registrarlas y reaccionar de manera
inteligente a ellas. Con las sucesivas demandas del mundo externo tan
frecuentes y tan imperativas, sin ningún respeto por su verdadera importancia,
el mundo interno se convierte progresivamente en algo estéril e informe: en lugar
de una selección activa, hay una absorción pasiva que termina en un estado muy
bien descrito por Victor Brandford como “huera subjetividad”.