La semana pasada dediqué una mañana a pasear por el Monte Hacho. Me gusta ir, cuando puedo, a contemplar el amanecer. En ese instante, decían los alquimistas, el spiritus mundi es muy intenso y puedes aprovecharlo para mejorar tu salud y tu creatividad. Mi sitio preferido para ver la salida del sol es la sirena de Punta Almina. Desde aquí puedes captar la inmensidad del Mediterráneo y soñar con el esplendor de las civilizaciones que dominaron este mar interior cuya principal entrada y salida es el Estrecho de Gibraltar. La belleza es un eficaz bálsamo para el alma, demasiado afectada por toda la inquina a la que nos enfrentamos en el día a día. Necesitamos, o al menos yo lo necesito, una dosis diaria de aire puro y belleza. Por desgracia, ambos ingredientes imprescindibles para una vida digna son difíciles de encontrar en las grandes concentraciones urbanas. En Ceuta somos unos afortunados de vivir en un territorio con tanta belleza y magia. No la tratamos bien, por mucho que no sean pocos los que se dan grandes golpes de pecho diciendo que la aman.
En el paseo que les comentaba anduve por la cala del Desnarigado. Tuve el privilegio de desayunar mirando al curvo horizonte desde el altozano que sostiene el fuerte del mismo nombre que la playa. Luego bajé hasta la orilla para darme un baño y disfrutar de la belleza de este paraje. Estaba sólo. Así que me sentí el hombre más rico del mundo. Podía absorber la magia de este lugar en la más absoluta soledad. Esta no es una playa de uso masivo, y menos a esta hora temprana. Es un lugar bellísimo, cerrada por una muralla del siglo XVIII y con un castillo que desde lo alto lo vigila. Su pedregosa orilla repele a muchos bañistas, pero a mí me atrae este símbolo de autenticidad y salvajismo. Hace unos años un ignorante consejero de Medio Ambiente propuso domesticar esta playa vertiendo arena fija, pero se encontró con una fuerte oposición ciudadana de lo que nosotros formamos parte. Este rechazo cívico le llevó a desistir de esta descabellada idea. Nunca hay que bajar la guardia.
Tras mi refrescante baño me adentré en los acantilados que se abren a partir del extremo occidental de la cala del Desnarigado. Todo estaba lleno de basura. Allí donde el ser humano actual pisa deja un rastro de residuos. El carácter sagrado de la naturaleza es continuamente profanado. Muchos seres humanos dejan testimonio de su verdadero carácter en su comportamiento con la naturaleza. Aquellos que sólo tienen en su mente y en su cuerpo basura esto mismo es lo que dejan a su paso. La naturaleza está hecha para ser contemplada y amada, para emocionarnos y estimular nuestra imaginación. Estos afilados acantilados son las columnas que sostienen un templo llamado Abyla y las cuevas abiertas por el mar en los duros gneiss del Hacho son criptas sagradas para rendir culto a la Gran Diosa. Las arboledas dispersas en este mágico monte son las residencias de las hiadras y las calas son los palacios de las ninfas. Las blancas gaviotas son espuma de mar transformadas en aves por los dioses para que sirvan de guardianes del templo. El incienso en este espacio sagrado huele a mar y a algas.
La mayoría de las personas han perdido la capacidad de apreciar la belleza. Sus sentidos están tan dormidos como sus conciencias. Esta mecanicista sociedad no hace más que mutilar los atributos que nos hacen humanos, como el gusto por lo bello, el despliegue de la imaginación creativa, el cultivo de la sabiduría o el amor por nuestros semejantes y por todas las criaturas de la naturaleza. Todos estos elementos son extirpados para facilitar el injerto del afán de placer, poder y dinero, es decir, todo aquello que facilita el mantenimiento y extensión del sistema capitalista. A muchos les resulta inimaginable un mundo sin pantallas, móviles u otros dispositivos electrónicos que bien usados pueden facilitar la comunicación entre los seres humanos, pero con su abuso incentivado no hacen más que aislarnos, embrutecernos y volvernos más idiotas.
La imagen que mejor descrito al ser humano actual es un personaje sosteniendo un móvil en la mano y con la otra comiendo o bebiendo y dejando un rastro de basura a su paso. No hay celebración multitudinaria que no acabe en una montaña de basura. Podríamos poner miles de ejemplos, de los que ahora vienen a mi mente destaco el estado de las playas tras la celebración de la noche de San Juan o la situación del campo después del día de la Mochila. A estos acontecimientos esporádicos se añaden la cotidianidad de la enorme cantidad de residuos que “decoran” cada rincón del Poblado Marinero los fines de semana. Hay otros a los que les gusta ir a tomarse algo a la playa por la noche con el coche y se ve que les resulta un esfuerzo insuperable recoger la basura y depositarlas en el contenedor más cercano. De su ensuciadora visita quedan testimonio en lugares tan bellos como la cala del Desnarigado y, en general, todo el litoral. Los plásticos son arrastrados por las olas y afectan de manera muy grave a los ecosistemas marinos.
En estas horas de soledad en la naturaleza pienso mucho en las posibles soluciones a la deriva destructora de la tierra que ha tomado la humanidad. Creo que el primer paso sería liberarnos de la servidumbre del placer, el poder y el éxito. Consciente de que tales deseos son innatos en el ser humano, todas las culturas y civilizaciones inculcaron el sentido del deber cívico a través de la educación. Tal y como comentaba Joseph Campbell, el principal motivo de la educación en las culturas antiguas y orientales no ha sido tanto la acumulación de conocimientos, como el esfuerzo de comprometer los sentimientos del individuos en los asuntos de mayor interés para el grupo local. La experiencia de las primeras agrupaciones sociales demostró que el pensamiento no socializado y el egocentrismo constituían una grave amenaza para la armonía del grupo. En este contexto, destacaba Campbell, “la función principal de todo mito y ritual ha sido y continuará siendo comprometer al individuo tanto emocional como intelectualmente en la organización local”. Estos mitos se hicieron especialmente eficaces cuando tomaron como referencia la armonía natural de la naturaleza y el cosmos. Al fijarse en las estrellas la mente humana quedó subyugada ante el temor reverencial por el misterio que percibían sus sentidos.
La ciencia ha hecho que perdamos el temor ante los misterios de la naturaleza y del universo, pero la necesidad de un mito que contenga la irracionalidad del ser humano es más urgente que nunca. Llevamos muchos siglos presas del mito de la máquina, -cuyas claves fueron extensamente estudiadas y expuestas por Lewis Mumford-, y es hora de que nos liberemos de este dañino mito para facilitar la emergencia de uno mucho más benévolo: el mito de la vida. Del miedo ante la incontenible fuerza de la naturaleza debemos pasar a la fascinación por el gran milagro que es la vida. “La vida no es un problema que tiene que ser resuelto”, escribió Kierkegaard, “sino una realidad que debe ser experimentada”. Si algo debería darnos miedo es a la posibilidad de morir sin haber vivido de una manera plena.
En la naturaleza podemos encontrar fuentes de placer mucho más intensas que en el consumo de bebidas energéticas o alcohólicas, así como una riqueza divina, duradera e imperecedera, similar a la que hallaron Henry David Thoreau en el lago Walden o John Muir en las montañas de Yosemite. Me gustaría terminar este artículo reproduciendo una anotación del diario de John Muir que hizo un día como hoy, 19 de julio, de 1869 en Yosemite : “…Poco pueden decir a aquellos que nunca han visto un ámbito salvaje como este ni han aprendido a leerlo como que se aprende un idioma. Aquí arriba no hay dolor, no hay horas vacías y grises, no hay miedo al pasado ni temor hacia el futuro. Estas montañas benditas están tan repletas de belleza de Dios que no dejan hueco a ninguna esperanza o experiencia personal. Beber esta agua de champán es un puro placer, al igual que respirar su aire vivificante” (John Muir, “Escritos sobre la naturaleza”, editorial Capitán Swing, 2018).
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