domingo, 22 de julio de 2018

Del mito de la máquina al de la vida

Por Septem Nostra. Publicado originalmente en El Faro de Ceuta

La semana pasada dediqué una mañana a pasear por el Monte Hacho. Me gusta ir, cuando puedo, a contemplar el amanecer. En ese instante, decían los alquimistas, el spiritus mundi es muy intenso y puedes aprovecharlo para mejorar tu salud y tu creatividad. Mi sitio preferido para ver la salida del sol es la sirena de Punta Almina. Desde aquí puedes captar la inmensidad del Mediterráneo y soñar con el esplendor de las civilizaciones que dominaron este mar interior cuya principal entrada y salida es el Estrecho de Gibraltar. La belleza es un eficaz bálsamo para el alma, demasiado afectada por toda la inquina a la que nos enfrentamos en el día a día. Necesitamos, o al menos yo lo necesito, una dosis diaria de aire puro y belleza. Por desgracia, ambos ingredientes imprescindibles para una vida digna son difíciles de encontrar en las grandes concentraciones urbanas. En Ceuta somos unos afortunados de vivir en un territorio con tanta belleza y magia. No la tratamos bien, por mucho que no sean pocos los que se dan grandes golpes de pecho diciendo que la aman.
En el paseo que les comentaba anduve por la cala del Desnarigado. Tuve el privilegio de desayunar mirando al curvo horizonte desde el altozano que sostiene el fuerte del mismo nombre que la playa. Luego bajé hasta la orilla para darme un baño y disfrutar de la belleza de este paraje. Estaba sólo. Así que me sentí el hombre más rico del mundo. Podía absorber la magia de este lugar en la más absoluta soledad. Esta no es una playa de uso masivo, y menos a esta hora temprana. Es un lugar bellísimo, cerrada por una muralla del siglo XVIII y con un castillo que desde lo alto lo vigila. Su pedregosa orilla repele a muchos bañistas, pero a mí me atrae este símbolo de autenticidad y salvajismo. Hace unos años un ignorante consejero de Medio Ambiente propuso domesticar esta playa vertiendo arena fija, pero se encontró con una fuerte oposición ciudadana de lo que nosotros formamos parte. Este rechazo cívico le llevó a desistir de esta descabellada idea. Nunca hay que bajar la guardia.
Tras mi refrescante baño me adentré en los acantilados que se abren a partir del extremo occidental de la cala del Desnarigado. Todo estaba lleno de basura. Allí donde el ser humano actual pisa deja un rastro de residuos. El carácter sagrado de la naturaleza es continuamente profanado. Muchos seres humanos dejan testimonio de su verdadero carácter en su comportamiento con la naturaleza. Aquellos que sólo tienen en su mente y en su cuerpo basura esto mismo es lo que dejan a su paso. La naturaleza está hecha para ser contemplada y amada, para emocionarnos y estimular nuestra imaginación. Estos afilados acantilados son las columnas que sostienen un templo llamado Abyla y las cuevas abiertas por el mar en los duros gneiss del Hacho son criptas sagradas para rendir culto a la Gran Diosa. Las arboledas dispersas en este mágico monte son las residencias de las hiadras y las calas son los palacios de las ninfas. Las blancas gaviotas son espuma de mar transformadas en aves por los dioses para que sirvan de guardianes del templo. El incienso en este espacio sagrado huele a mar y a algas.
La mayoría de las personas han perdido la capacidad de apreciar la belleza. Sus sentidos están tan dormidos como sus conciencias. Esta mecanicista sociedad no hace más que mutilar los atributos que nos hacen humanos, como el gusto por lo bello, el despliegue de la imaginación creativa, el cultivo de la sabiduría o el amor por nuestros semejantes y por todas las criaturas de la naturaleza. Todos estos elementos son extirpados para facilitar el injerto del afán de placer, poder y dinero, es decir, todo aquello que facilita el mantenimiento y extensión del sistema capitalista. A muchos les resulta inimaginable un mundo sin pantallas, móviles u otros dispositivos electrónicos que bien usados pueden facilitar la comunicación entre los seres humanos, pero con su abuso incentivado no hacen más que aislarnos, embrutecernos y volvernos más idiotas.
La imagen que mejor descrito al ser humano actual es un personaje sosteniendo un móvil en la mano y con la otra comiendo o bebiendo y dejando un rastro de basura a su paso. No hay celebración multitudinaria que no acabe en una montaña de basura. Podríamos poner miles de ejemplos, de los que ahora vienen a mi mente destaco el estado de las playas tras la celebración de la noche de San Juan o la situación del campo después del día de la Mochila. A estos acontecimientos esporádicos se añaden la cotidianidad de la enorme cantidad de residuos que “decoran” cada rincón del Poblado Marinero los fines de semana. Hay otros a los que les gusta ir a tomarse algo a la playa por la noche con el coche y se ve que les resulta un esfuerzo insuperable recoger la basura y depositarlas en el contenedor más cercano. De su ensuciadora visita quedan testimonio en lugares tan bellos como la cala del Desnarigado y, en general, todo el litoral. Los plásticos son arrastrados por las olas y afectan de manera muy grave a los ecosistemas marinos.
En estas horas de soledad en la naturaleza pienso mucho en las posibles soluciones a la deriva destructora de la tierra que ha tomado la humanidad. Creo que el primer paso sería liberarnos de la servidumbre del placer, el poder y el éxito. Consciente de que tales deseos son innatos en el ser humano, todas las culturas y civilizaciones inculcaron el sentido del deber cívico a través de la educación. Tal y como comentaba Joseph Campbell, el principal motivo de la educación en las culturas antiguas y orientales no ha sido tanto la acumulación de conocimientos, como el esfuerzo de comprometer los sentimientos del individuos en los asuntos de mayor interés para el grupo local. La experiencia de las primeras agrupaciones sociales demostró que el pensamiento no socializado y el egocentrismo constituían una grave amenaza para la armonía del grupo. En este contexto, destacaba Campbell, “la función principal de todo mito y ritual ha sido y continuará siendo comprometer al individuo tanto emocional como intelectualmente en la organización local”. Estos mitos se hicieron especialmente eficaces cuando tomaron como referencia la armonía natural de la naturaleza y el cosmos. Al fijarse en las estrellas la mente humana quedó subyugada ante el temor reverencial por el misterio que percibían sus sentidos.
La ciencia ha hecho que perdamos el temor ante los misterios de la naturaleza y del universo, pero la necesidad de un mito que contenga la irracionalidad del ser humano es más urgente que nunca. Llevamos muchos siglos presas del mito de la máquina, -cuyas claves fueron extensamente estudiadas y expuestas por Lewis Mumford-, y es hora de que nos liberemos de este dañino mito para facilitar la emergencia de uno mucho más benévolo: el mito de la vida. Del miedo ante la incontenible fuerza de la naturaleza debemos pasar a la fascinación por el gran milagro que es la vida. “La vida no es un problema que tiene que ser resuelto”, escribió Kierkegaard, “sino una realidad que debe ser experimentada”. Si algo debería darnos miedo es a la posibilidad de morir sin haber vivido de una manera plena.
En la naturaleza podemos encontrar fuentes de placer mucho más intensas que en el consumo de bebidas energéticas o alcohólicas, así como una riqueza divina, duradera e imperecedera, similar a la que hallaron Henry David Thoreau en el lago Walden o John Muir en las montañas de Yosemite. Me gustaría terminar este artículo reproduciendo una anotación del diario de John Muir que hizo un día como hoy, 19 de julio, de 1869 en Yosemite : “…Poco pueden decir a aquellos que nunca han visto un ámbito salvaje como este ni han aprendido a leerlo como que se aprende un idioma. Aquí arriba no hay dolor, no hay horas vacías y grises, no hay miedo al pasado ni temor hacia el futuro. Estas montañas benditas están tan repletas de belleza de Dios que no dejan hueco a ninguna esperanza o experiencia personal. Beber esta agua de champán es un puro placer, al igual que respirar su aire vivificante” (John Muir, “Escritos sobre la naturaleza”, editorial Capitán Swing, 2018).

viernes, 4 de mayo de 2018

El mito de las máquinas omnipotentes

Por . Publicado originalmente en El Pais


Rodney Brooks, uno de los padres de la robótica moderna (director desde 2004 hasta 2007 del famoso Laboratorio de Informática e Inteligencia Artificial del MIT) y creador de iRobot, la empresa con más beneficios en el sector hasta la fecha, dijo hace unas décadas: “Me han llamado conservador por decir que es probable que los robots no conquisten el mundo”.

Frente a algunas celebridades científicas y a la ciencia-ficción —que auguran un futuro catastrófico en el que la tecnología nos ha consumido—, los científicos e ingenieros que trabajamos en los sectores de la robótica y la inteligencia artificial (AI, en inglés) nos mostramos mucho más escépticos sobre el supuestamente desproporcionado auge de esas tecnologías en años venideros. ¿A qué se debe esta divergencia de opiniones tan marcada? Quienes auguran una catástrofe se basan en una premisa errónea: dan por hecho que, si la capacidad de proceso de las máquinas se dobla aproximadamente cada dos años (Ley de Moore), sucederá lo mismo con la inteligencia artificial. Pero esto no es así.Cuando oímos hablar sobre cómo la inteligencia artificial va a revolucionar el mundo, se trata normalmente de un tipo de AI muy específica: un conjunto de técnicas que tienen como único fin perfeccionar una tarea concreta. Estas técnicas no son nuevas, hace tiempo que funcionan (por ejemplo, los programas que juegan al ajedrez). Pero nuevas herramientas como Internet o los smartphones generan grandes cantidades de datos valiosos que pueden combinarse con estas técnicas. Esta mezcla ha contribuido al desarrollo de productos como Siri (aplicación telefónica con funciones de asistente personal)Nest (aplicación domótica). Todo esto promete desarrollar una economía más eficiente y próspera, donde, por ejemplo, los algoritmos se conviertan en verdaderos expertos a la hora de realizar tareas específicas y se supere el error humano.

Pero la posibilidad de que los científicos e ingenieros dedicados a la AI logremos erradicar algunos errores humanos no significa que seamos capaces de eliminar los errores propios de las máquinas. En un sector sin regulación, ni estándares de diseño, el sentido común del ser humano sigue siendo necesario para poder llevar a cabo incluso hasta las tareas más sencillas fuera de un laboratorio. Uno de los ejemplos más claros es el de las terminales de facturación en los aeropuertos. Aunque se hayan reducido las colas de facturación, sigue siendo necesario que un operario de la aerolínea compruebe qué pasa cuando la máquina no funciona correctamente. 

Lo mismo sucede cuando un robot nos contesta al llamar a un número de atención al cliente y queremos que nos atienda un operador de carne y hueso. La única solución a muchos de nuestros problemas parece que sigue siendo el sentido común (humano) y no solo la rapidez o conveniencia de un algoritmo. Por ello, expertos como el profesor Ken Goldberg empiezan a vislumbrar un futuro en el que en lugar de que los humanos hablemos con los robots, serán los robots quienes nos llamen para pedir consejo ante una situación que no saben resolver.

Por otro lado, la AI que vemos reflejada en películas o novelas tiene un componente mucho más generalista. La conciencia cibernética que retratan (y que casi siempre se acaba dando cuenta de que no somos tan útiles como especie) tiene la rara capacidad de generalizar, es decir, de pasar de la resolución de un problema (jugar al ajedrez) a otro completamente distinto (dominar el mundo). En la actualidad, estamos muy lejos de este tipo de sistema generalista, ya que las máquinas (por muy complejas que sean) siguen siendo incapaces de entender los problemas a los que se enfrentan (ningún ordenador es capaz de contestar a esta pregunta: ¿sabes lo que estás haciendo?). Nuevos avances en diversas disciplinas tales como la informática, la física e, incluso, la biología y neurociencia serán necesarios para romper las barreras que nos impiden conseguir la generalización de la AI. Algo que no parece demasiado factible a corto o medio plazo.

Pero es posible que esta sea la era en que la AI pase de ser un problema exclusivo del mundo de las ciencias de la computación a ser una cuestión que tenga que ser abordada por otros campos como la filosofía, la economía o la política. Expertos de todo el mundo vaticinan que el auge de estas tecnologías producirá “sociedades laborales de extremos”, en las que solo los ejecutivos que toman las decisiones de alto nivel y los trabajadores con salarios más bajos podrán justificar su trabajo.

Sin embargo, la AI, como cualquier otra tecnología, ha sido creada por personas y para personas. Y, por ejemplo, la confianza que depositamos en el farmacéutico, la enfermera o el profesor no pueden sustituirse por un algoritmo, por muy rápido o conveniente que este sea.

Es evidente que seguiremos utilizando calculadoras, quizás más rápidas, más fáciles de usar y con más funciones. Pero eso no significa que el que siga apretando los botones no sea un humano de carne y hueso. No olviden que el último mensaje de telégrafo fue enviado en 2014.

Eduardo Castelló Ferrer es investigador posdoctoral, especializado en robótica, en el Massachusetts Institute of Technology (MIT).