Publicado
originalmente en Quebrantando el silencio
La
disciplina se define como el conjunto de reglas de comportamiento para mantener
el orden y la subordinación entre los miembros de un cuerpo o una colectividad
en una profesión o en una determinada colectividad.
Creo que esa
definición lo dice todo: orden y subordinación.
En lo
social, la disciplina es la fuerza que regula la sociedad. La disciplina social
se puede definir como el acatamiento cotidiano al conjunto de reglas para
mantener el orden y la subordinación a las normas (legales y morales) entre los
miembros de un grupo social. Es la adhesión a normas que garanticen
la convivencia. Es decir, el respeto de la Ley. También es la adecuación del
individuo al medio social. Parte del proceso de socialización consiste en
adquirir conciencia de las obligaciones para con el grupo o sociedad y en la
práctica de esas obligaciones para adaptarse a ella. La disciplina social se
empieza a construir en el seno de la familia durante los primeros años. El
proceso continúa en la escuela y se sigue dando en el resto (y a través de) el
resto de instituciones.
Esa
disciplina se alimenta de datos. Lo vemos todos los días en esta especie de
estado de alarma en el que nuestras vidas han quedado suspendidas.
Muertos,
infectados, recuperados, porcentajes… Por país, por región, por municipio… por
escalera de vecinos si pudiéramos obtenerlos. Los datos ofrecen certezas, para
bien o para mal. Es algo a lo que agarrarse, proporciona una justificación
racional frente a la otra cara de la moneda: el miedo. Porque los datos en sí,
son meros números pero la utilización que se hace de ellos siempre tiene un
propósito. Los datos aportan información y de siempre se ha visto que quien
domina la información adquiere una gran ventaja. Los datos los manejan unos
pocos pero sus consecuencias las sufrimos todos. El Estado y las grandes
empresas manejan los datos, no sólo los controlan sino que los fabrican a su
antojo. Nos ofrecen aquellas versiones que interesan a sus proyectos. Incluso
nos enseñan cómo debemos reaccionar ante ellos. El fin de todo ello, es alcanzar
el objetivo antes mencionado: orden y subordinación. Es decir, que nos
mantengamos siempre abaja, siempre agradecidos al poder por protegernos y velar
por nuestros intereses.
A día de
hoy, podemos ver la ansiedad de millones de personas a la espera de nuevos
datos a cada instante. La visceralidad con que se reciben esos datos y, a pesar
del teatro político (una patraña que como siempre sólo sirve para mantener
alerta al rebaño) la convicción mayoritaria de mantenernos obedientes.
Dispuestos a delatar ante las autoridades a cualquiera que no comparta nuestro
miedo y decida actuar de otra forma.
Llevamos
toda la vida entrenándonos en la recepción acrítica de datos y en la sumisión a
las consecuencias que el poder nos indica sobre esos datos.
Los datos
están por todas partes. Vivimos en un mundo donde todo se reduce a cifras,
incluso las personas. Desde que el dinero y la propiedad privada son los
pilares fundamentales del orden social, las personas nos hemos convertido en
números, en meros apuntes contables. Lo hemos aceptado e interiorizado y
dejamos que nos traten y nos usen de esta forma. Así, la estadística (esa rama
de las matemáticas que utiliza los datos para obtener inferencias) se ha
convertido en la forma habitual de referenciar cualquier situación social y,
por tanto, la mejor forma de mantener el espejismo de este mundo insostenible.
Llevamos
toda la vida atendiendo a los datos de empleo y ausencia de él, a los sube y
baja de la bolsa, a los datos demográficos, a los salariales, a los índices de
precios de cualquier cosa, a los de jubilación y esperanza de vida, a los
escolares… Nos hemos especializado en actuar en función de un sinfín de datos
que nos proporcionan la certeza de saber en qué posición de la escala social
nos encontramos y en cómo debemos actuar para ascender y no caer en el abismo
de los que tienen peores números que nosotros.
Pero no sólo
sirven para estas justificaciones sino que los datos tienen un uso todavía más
perverso. Esa cara oculta que produce verdadero pavor y fortalece esa
disciplina social.
Los datos
determinan lo normal y, por tanto, establece las bases para la norma. Esto
significa que se utiliza para determinar qué principios se imponen o se adoptan
para dirigir la conducta o la correcta realización de una acción. Así, la
estadística, justifica nuevamente la imposición de criterios de control y selección
social. Esto se puede ver en cualquier ámbito de la vida. En el ámbito de la
educación, el criterio estadístico sirve para etiquetar (con su consecuente
estigmatización) a cualquier joven en función de unos criterios establecidos
única y exclusivamente para hacer prevalecer una estratificación social y un
sistema de organización social firmemente asentado sobre la base de cada cual
ocupe el lugar que tiene asignado. De esta forma, la estadística predice,
señala y confirma el destino de cada uno a través de la constante reducción a
factores numéricos de la compleja vida de cualquier joven. En el ámbito de la
salud, los datos determinan quién tiene derecho a recibir un tratamiento y
quién queda desahuciado. Determina quién debe ser considerado como sujeto de
riesgo en función de si cumple con los criterios establecidos para actuar en
consecuencia. Especialmente, en lo tocante a la salud mental (extendido a todo
ese universo de las llamadas ciencias psi) es donde se manifiesta en toda su
plenitud el factor estadístico. Permite clasificar a todos los sujetos en
categorías, muchas veces totalmente inventadas con el único propósito de
patologizarnos; la desfachatez llega al punto en que para decidir si uno sufre
alguna enfermedad de este tipo se basan en una simple cuestión de número: si se
cumplen un porcentaje aleatorio de criterios estás o no enfermo. También en lo
social muchas veces se impone el criterio estadístico. De esta forma se decide
quién puede recibir la limosna del Estado o quién debe acudir directamente a la
caridad religiosa. Se decide quién está en riesgo o no, o quién es apto para la
vida en sociedad y quién no.
Todo se
reduce a una cuestión numérica porque en eso nos hemos convertido. Esos números
nos definen, nos catalogan y nos ubican en el lugar que nos corresponde. A
través de este tratamiento estadístico se obtiene la uniformidad social y la
estratificación bien definida que todo Estado necesita para su buen
funcionamiento democrático. Es decir, que las ovejas sigan obedeciendo al
pastor y que las que no lo hagan sean tratadas como lo que son: descarriadas y,
por tanto, abocadas al ostracismo y finalmente, al matadero. Los datos
alimentan la disciplina social, la nutren y la engrasan para su buen funcionamiento.
Conocer los datos nos da la certeza de saber hacia dónde quieren que nos
dirijamos y, por tanto, nos indica cómo debemos actuar. También acrecientan
nuestros miedos. Miedo a quedar excluido, miedo a ser diferente a no pasar
inadvertido, miedo a sufrir las consecuencias, miedo a morir en vida. Frente a
esos miedos, la subordinación, la sumisión y el mantenimiento del orden
aparecen ante nuestros ojos como la mejor opción para mantenernos en pie.
Lamentablemente, no parece que seamos conscientes de que mantenerse en pie en
este lodazal en el que vivimos nos conduce inevitablemente al agujero infecto
en el que es imposible desarrollar nada mínimamente humano.
Sin desperdicios
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