ALEJANDRO
MARTÍNEZ GALLARDO. Publicado en pijamasurf. reproducido sin permiso.
Yuval
Noah Harari se ha convertido en uno de los escritores de cabecera de los
ejecutivos de Silicon Valley. En su
Homo Deus: A Brief History of
Tomorrow argumenta que los avances tecnológicos exponenciales, de la
mano de la desigualdad que impera a favor de una élite privilegiada,
crearán una brecha en la que los señores de este nuevo mundo serán tan
diferentes de nosotros como nosotros de los neandertales. Esta nueva
especie será el
Homo
Deus y la relación que
surgirá entre la élite aumentada tecnológicamente a niveles indistinguibles de
la divinidad y todos los demás será parecida a la actual entre hombres y
animales. Todos los que no seamos parte de esta élite seremos como los animales
de hoy en día: ganado, mascotas, curiosidades de zoológico y acaso el tema de
una conmovedora campaña de conservación entre los
Homo Deus (si es que la compasión y la empatía
aún tienen tracción entre los miembros de esta especie).
Harari
escribe que hemos llegado a un punto en el que podemos dedicarnos a objetivos
trascendentales, habiendo superado nuestras necesidades básicas. "Al
buscar la dicha y la inmortalidad, los humanos de hecho están intentando
elevarse a la condición de dioses". Harari utiliza la palabra "upgrade",
como si estuviéramos en un proceso en la cúspide de la historia de actualizar
el programa humano e instalar la divinidad por medios tecnológicos. Harari
olvida, sin embargo, que desde el principio de la civilización los hombres han
querido hacerse dioses y que la sola conciencia ha hecho que, desde
que se tiene memoria, la humanidad tenga un deseo de trascendencia que va
más allá de lo meramente biológico. Lo que ha cambiado es sólo la percepción de
cómo esto es posible en la mentalidad occidental. Deslumbrados por el poder de
la tecnología, hoy en día las élites que controlan esta tecnología, y la
economía que se basa en ella, se atreven a creer que la inmortalidad
y una especie de divinidad mediatizada están ahora sí al
alcance. Esto mismo, sin embargo, ha sido parte de otro tipo de grupos,
que por mucho tiempo se han movido a los márgenes de la sociedad --se
les llama místicos,
aquellos que se mueven en el misterio, en el secreto, y que buscan agenciarse
la experiencia de lo divino. Evidentemente, para la tecnoélite de nuestra
civilización todas las tentativas de místicos, chamanes y demás son
meramente balbuceos primitivos o alucinaciones que hoy se pueden explicar por
medio de la neurociencia.
Desde
el principio de nuestra civilización, en los textos religiosos más antiguos que
tenemos, ha sido esencial a la condición humana la búsqueda de elevarse hacia
lo divino. En esto consiste el misterioso ritual del Soma:
¡Hemos
bebido el soma y somos ya inmortales!
Hemos
logrado la luz, hemos hallado a los dioses.
Rig
Veda
Occidente
tiende a desacreditar todo conocimiento que no sea parte del progreso del
materialismo científico. Para los científicos de hoy, con sus sofisticados y
multimillonarios aceleradores de partículas, es ridículo pensar que hombres
semidesnudos hubieran podido conocer los secretos del universo hace miles de
años simplemente mirando hacia el interior, utilizando el telescopio de la
mente (lo que en la India se conoce como samadhi). Sin embargo, la ciencia
moderna comparte con la religión antigua un impulso místico y espiritual hacia
el conocimiento: la mayoría de los grandes científicos han estado inspirados en
ideas religiosas: Copérnico, Galileo, Newton, Lemaitre, etc., todos vieron en
las leyes del cosmos ecos del pensamiento divino. Inclusive la tecnología
moderna, desde el Internet hasta la inteligencia artificial, tiene una
inspiración en ideas místicas o mesiánicas,
como ha demostrado David F.
Noble en su libro
La religión de la
tecnología y como
puede claramente constatarse revisando las ideas de Ray Kurzweil, el principal
exponente del transhumanismo. "La esperanza de la salvación final a través
de la tecnología, sin importar los costos humanos y sociales inmediatos, se ha
vuelto la ortodoxia tácita, reforzada por un entusiasmo masivo por lo novedoso
estratégicamente inducido por el
marketing y avalado por un anhelo milenarista
por nuevos comienzos", escribe Noble.
La
modernidad ha interpretado a Prometeo como un héroe y ha considerado que
la divinización del ser humano o su liberación de la esclavitud de las leyes de
la naturaleza deberá ocurrir --como ocurre en cierta interpretación del mito de
Prometeo-- a través de la tecnología. Es como si en nuestra fundación estuviera
la tecnología ("mitos" modernos como la película 2001: Odisea en el espacio refrendan esta creencia). Sin
embargo, hay otro mito que podría ser relevante considerar. En el mito de
Dionisio Zagreo, según la visión órfica, éste niño divino es devorado
por los titanes, lo cual despierta la furia de Zeus (el padre de Dionisio),
quien los calcina con un rayo. Es a través de la mezcla de las cenizas de los
titanes y de Dionisio que se crea la humanidad, de aquí se deriva la doctrina
de la chispa divina que existe en el ser humano.
El
anterior mito, el cual coincide con numerosas otras culturas, sugiere que el
ser humano no se tiene que divinizar realizando una hazaña o construyendo un
artificio, sino que es de hecho ya divino y sólo debe reconocer su propia
naturaleza. Es de este origen divino que tiene potestad sobre la
naturaleza y que puede crear e imbuir a sus creaciones de una cierta fuerza
divina. En este sentido nuestra capacidad de crear "tecnología indistinguible
de la magia", parafraseando a Arthur C. Clarke, es sólo una muestra de
nuestra propia divinidad. La precognición del big
data, la telepatía de la telefonía celular, la visión remota del Hubble,
serían parte de nuestra propia naturaleza inexplorada. Hemos considerado el
espacio como la última frontera sin haber antes conquistado la frontera de
nuestra propia mente.
En
1918 Oswald Spengler escribió en La
decadencia de Occidente:
Las
máquinas toman formas cada vez menos humanas, más místicas, ascéticas,
esotéricas. Envuelven el mundo con una red infinita de fuerzas sutiles,
corrientes, tensiones. Sus cuerpos se vuelven cada vez más inmateriales, y cada
vez menos ruidosos. Las ruedas, rodillos y palancas ya no son vocales. Todo lo
que importa se retira hacia el interior. El hombre ha sentido que la máquina es
diabólica, y con razón. Significa en los ojos del creyente la destitución de
Dios. Entrega la causalidad divina hacia el hombre y por él, con una suerte de
presagio omnisciente, se pone en marcha silenciosa e irresistible.
Spengler
veía en la modernidad mecánica una pérdida del alma que animaba a la cultura:
"Rige el cerebro, porque el alma se ha despedido". Es de notar
la preciencia de Spengler al notar la tendencia de interiorización de la
tecnología, esto tanto en su aspecto físico como funcional: al final lo que se
busca replicar, la metatecnología, es la mente. Curiosamente, Marshall
McLuhan, el teórico de medios más importante de la segunda mitad del siglo XX,
también vio en la tecnología una usurpación diabólica:
Los
ambientes de información eléctrica siendo totalmente etéreos fomentan la
ilusión del mundo como una sustancia espiritual. Es ya un facsímil del cuerpo
místico [de Cristo], una manifestación descollante del Anticristo. Después de
todo el Príncipe de este mundo es un gran ingeniero eléctrico.
Tenemos
aquí la noción no de la tecnología como una forma de obtener una divinidad
ausente, sino como la forma de simular y suplantar una divinidad inherente
o latente. Lo anterior no significa que la tecnología es diabólica, sino
justamente que es diabólica o divina (que puede ser cualquier cosa que en ella
proyectemos) porque es una representación in
extenso de la conciencia
humana y de la misma naturaleza que es "un símbolo del espíritu"
(según Emerson). No es otra cosa que lo que ya existe en el ser humano, la
mente desdoblada de manera que por momentos parece tener una existencia
autónoma, hasta el punto de conjurar una inteligencia artificial, superior a la
nuestra. Dice Borges: "El mayor hechicero (escribe memorablemente Novalis)
sería el que el que se embrujara él mismo al punto de tomar sus propias
fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería esta la verdad de
nosotros? Yo conjeturo que así es".
Es
mi tesis que el poder de la tecnología que hoy se antoja digno de una deidad,
no es más que la transferencia del poder divino de la mente humana hacia una
máquina. El hecho de que recurramos a la tecnología para manifestar nuestros
deseos más profundos es sólo un síntoma de nuestra creencia ilusoria en la solidez
del mundo, de nuestra fe ciega en la materia, esto es, la creencia de que
vivimos en un mundo de objetos sólidos, separados, estables e independientes de
nuestra mente. La física cuántica, a partir de la interpretación de Niels Bohr,
ha demostrado que no existen fenómenos objetivos u objetos clásicos
independientes de nuestra observación, incluso que no existe realmente eso que
llamamos "cosas". El hecho de que hayamos logrado transformar
radicalmente la naturaleza utilizando una serie de aparatos y herramientas, que
son en realidad extensiones de nuestras propias facultades, más que una prueba
de la valía de la ciencia materialista es muestra del propio poder de
nuestra mente, del poder de la mente sobre la materia. El peligro de esta
divinización de la máquina --basada en nuestra fe fetichista en el objeto y en
lo objetivo-- es fundamentalmente una pérdida de fe en nuestro propio
potencial humano, un desplazamiento de lo subjetivo hacia lo objetivo en
el cual la conciencia humana crea un límite para sí misma y toda una
panoplia de objetos que son sólo su propia fantasmagoría. Al apostar al
objeto, a lo externo, a lo físico, abandonamos nuestra propia capacidad de
manifestar lo divino como realidad cotidiana. Por usar un parangón tecnológico
del potencial humano inherente, así glosa Leon Marvell las ideas de Leibniz en
su libro The Physics of
Transfigured Light:
Para
Leibniz las mentes son almas racionales en virtud del hecho de que no sólo se
asemejan a la deidad (son "pequeños dioses") sino que participan en
lo divino a través de la presencia de la "luz resplandeciente"
interna --una especie de transistor hipercelestial. Una figura contemporánea
equivalente bien podría ser que los seres humanos tienen en su interior un
aparato de comunicación luciforme que les permite una traducción instantánea
entre la inteligencia divina (nous) y la inteligencia terrestre (mens). Mi
descripción de este aparato como siendo "luciforme" no es
metafórico-- el mismo Leinbiz lo invoca en la noción de un "cuerpo astral
[luciforme]" en sus Nuevos
ensayos, notando que es una pena que esta noción haya sido rechazada de
manera tan poco crítica por sus contemporáneos...
Henri
Bergson, en lo que parece haber sido un intento de conciliar la teoría de
Darwin con la teología pero que hoy en día puede verse como un antecedente del
transhumanismo, escribió que el ser humano tiene "la responsabilidad,
entonces, de decidir si sólo quiere vivir, o intentar hacer el esfuerzo extra
requerido para cumplir, incluso en este planeta refractario, la función
esencial del universo, que es una máquina para crear dioses" (Las dos
fuentes de la moral y de la religión). Esta visión encaja perfectamente
con el lenguaje progresista y milenarista del transhumanismo actual, y por
lo demás es un reflejo de la visión mecánica del universo que rige aún la
física (puesto que la física moderna sigue dominada por la física clásica en
tanto que la física cuántica no ha sido asimilada como visión del mundo).
Existe, sin embargo, otra visión y es aquella que sugiere que el universo no es
una máquina de hacer dioses --cuya punta de lanza sería el ser humano-- sino
que es la expresión de una divinidad autosuficiente, perfecta en sí
misma, sin ninguna necesidad. Esta visión se articula en un lenguaje
distinto; no se habla construir o de evolucionar sino de descubrir y reconocer.
El tiempo no se percibe como una carrera o una competencia, sino como una
ilusión o un juego. La diferencia es importante porque la primera nos
vuelca hacia afuera, en una impetuosa conquista y explotación de la naturaleza
y la otra nos hace voltear hacia adentro, a contemplar nuestra naturaleza
primordial.