La noción de un salto hacia la modernidad por medio de
la adquisición de una máquina poderosa revela la persistente vigencia
de lo que fueron los paradigmas, tanto como de las fantasías salvadoras
que dominaron la modernidad. Entre ellas, la noción de que la máquina,
por sí misma, podría redimir a la sociedad de sus males congénitos.
La idolatría de la máquina profundizó la confusión entre máquina y
tecnología, entre instrumento y conocimiento. El siglo XX pudo cabalgar
en el optimismo porque se maravilló midiendo la productividad de la
máquina, pero no el residuo que producía al mismo tiempo.
La discusión sobre el tren bala viene a dar nueva vida al equívoco
moderno sobre la tecnología. Una visión que había basado su entusiasmo
en el aumento de la cantidad y la velocidad, que supeditaba la
productividad a la eficiencia, la cantidad a la calidad y el poder a la
racionalidad. La máquina más grande y poderosa era siempre señal de
mayor adelanto, sin importar el costo de su fabricación, el consumo de
su operación ni el desperdicio que generara su funcionamiento.
Supeditaba los fines a la fascinación por el poder de los instrumentos.
Algunos habían comenzado a advertir ese espejismo apenas superada la primera mitad del siglo XX. El voluminoso libro El mito de la máquina
(1964), del crítico e historiador estadounidense Lewis Mumford
(1895-1990), fue uno de los primeros textos críticos sobre la
tecnología, que sembró las bases de una nueva sensibilidad ecológica
sobre los problemas de la sobreproducción industrial y los males a ella
asociados, que ahora se han hecho más conocidos.
Ahora sabemos que la tecnología apropiada no consiste en disponer de una
máquina más poderosa para roturar más rápido la tierra, sino en saber
el momento y la profundidad a que debe colocarse la semilla. De hecho,
las nuevas tecnologías de labranza cero consisten en roturar la tierra
lo menos posible. La técnica del riego por goteo se basa en utilizar
menos agua, no más. La nueva sociedad del conocimiento, que intenta
suplantar a la sociedad industrial, precisamente pretende introducir
nuevos grados de racionalidad a la utilización de la máquina.
El nuevo paradigma no se interesa tanto en el poder y la cantidad de los
instrumentos, sino en su precisión y la capacidad de adaptación a
cambiantes circunstancias. Son las llamadas máquinas inteligentes, que
producen en la cantidad y oportunidad estrictamente necesarias, sin
desperdiciar una energía que ahora sabemos escasa, y sin producir el
descarte constante de un excedente que se transforma en moroso residuo.
Cuanto más grandes, más fijas y menos flexibles son las máquinas del
siglo XX, menos posibilidades tienen de adaptarse a circunstancias que
en el siglo XXI cambian cada vez más rápidamente, incluso, el clima.
Así como Mumford entendió la sociedad como una gran máquina, una
"megamáquina" en sus propias palabras, la nueva tecnología aspira a
integrarse más racionalmente a las necesidades sociales y las
posibilidades de su uso. Lo que se pone en duda del tren bala es
precisamente eso: la posibilidad de que se integre a las necesidades y
la estructura productiva de la sociedad argentina coherentemente, de
acuerdo con sus posibilidades de inversión y sus necesidades y
prioridades productivas.
Según el mundialmente respetado diseñador industrial Otl Aicher, la
sociedad industrial fue ciega a este tipo de problema, y puso al avión
supersónico Concorde como una prueba de ello. De la irracionalidad de
una máquina muy sofisticada, cuya seducción era capaz de enceguecer al
mismo tiempo a altos funcionarios y al electorado, pero cuyo servicio
social era pobre, quemando enormes cantidades de combustible para
satisfacer una urgencia más vanidosa que útil. No hay fundamento para
creer que el tren bala puede ser la bala de plata capaz de matar el
atraso de las comunicaciones argentinas. Al menos, no en tanto todas las
demás variables del sistema permanecen en el atraso y estado de virtual
colapso. En tanto eso no se atienda primero, el tren bala será más
posiblemente el Concorde del transporte argentino.
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