By James Jeffrey. Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Me vi atrapado entre la necesidad de continuar el debate sobre los drones (aviones teledirigidos sin tripulación) y la necesidad de evitar los recuerdos desagradables que provoca. Utilicé drones durante el punto más bajo de mi carrera militar que fue un período operacional en Afganistán. Recuerdo que alisté un ataque de un Predator estadounidense antes de decidir que el monitor del ordenador no mostraba a un insurgente talibán enterrando un artefacto explosivo improvisado en la carretera, sino a un niño jugando en la tierra.
Después de
volver de Afganistán a finales de 2009, abandoné el ejército británico
en 2010. Quería distanciarme lo más posible del Reino Unido, y me fui a
estudiar a EE.UU. (donde todavía resido). Al hacerlo, me instalé
impensadamente en el país que encabeza el desarrollo de la tecnología y
utilización de drones, destacada en cada informe sobre un ataque de
drones y las usuales víctimas civiles.
La filósofa
política Hannah Arendt describió la historia de la guerra en el Siglo XX
como la creciente incapacidad del ejército de cumplir su función
básica: defender a la población civil. Mis experiencias en Afganistán
llevaron el tema a un punto crítico, dejándome incapacitado para
comprender de que mi papel como soldado había cambiado, en palabras de
Arendt, de “la de protector a ser un vengador tardío y esencialmente
fútil”. Nuestras acciones colectivas en Irak y Afganistán después del
11-S fueron, y siguen siendo, una fútil venganza y los drones son el
último progreso tecnológico para empoderar esa estrategia defectuosa.
Los
drones se están convirtiendo en los instrumentos preferidos de
venganza, y su propósito principal es análogo a la cambiante relación
entre sociedad civil y guerra, en la cual esta última se realiza a
control remoto y a una distancia segura para que la implementación de
muerte y asesinato se haga cada vez más agradable.
¿Hipérbole?
Pero yo estuve allí. Me senté con mi traje de camuflaje y participé en
las clases de reglas de enfrentamiento y de guerra ética. Y francamente,
yo no acepto mucho –si algo– de eso ahora, especialmente respecto a los
drones. No cabe duda de su efectividad, pero hay terribles
consecuencias de su uso incontrolado.
Se puede decir que
tanto Pakistán como Yemen son menos estables y más hostiles hacia
Occidente como resultado del aumento del uso de drones por parte del
presidente Obama. Al estudiar el ponzoñoso legado dejado al pueblo
iraquí, y lo que dejaremos al pueblo afgano, es más que deprimente oír
hablar de los halcones que merodean por otros escenarios como Pakistán y
Yemen, avivando las llamas del intervencionismo.
Temo que la locura en la que participé no termine nunca y que la sociedad acabará atrapada irreversiblemente en lo que advirtió 1984 de George Orwell: guerras constantes contra el Otro, a fin de forjar una falsa unidad y lealtad al Estado.
Es
muy fácil matar si no se ve al objetivo como una persona. Cuando fui a
Irak como comandante de tanques, las órdenes de fuego que di al
artillero reconocían una cierta legitimidad de la condición de ser
humano: “Ese hombre, 100 metros adelante”. Cinco años después en
Afganistán, la corrupción lingüística que siempre asiste a la guerra
significaba que nos referíamos a “zonas candentes”, “múltiples pasajes
en tierra” y “persiguiendo un objetivo”, o “maximizando la cadena
mortal”.
El Pentágono opera unos 7.000 drones y ha pedido
el Congreso cerca de 5.000 millones de dólares para drones en el
presupuesto de 2012. Antes de retirarse como jefe de estado mayor de la
fuerza aérea, se informó de que el general Norton Schwartz dijo que “era
‘concebible’ que los pilotos de drones en la fuerza aérea llegarían a
exceder en número a los de las cabinas de piloto en el futuro
previsible”. No es un mundo feliz, lejos de eso.
La
intrusión de drones al campo civil también gana impulso. El presidente
Obama firmó una ley federal el 14 de febrero de 2012, que permite que se
utilicen en una variedad de usos comerciales y para el mantenimiento
policial del orden. El firmamento nunca volverá a ser el mismo. Como en
el caso de los elementos más tenebrosos de EE.UU., como su cultura de
las armas, se trata de obtener beneficios, el mercado de los drones se
evalua ya en 5.900 millones de dólares y se espera que se duplique en 10
años.
Durante mi estadía en Afganistán, los drones eran
suministrados sobre todo por EE.UU. ya que nuestra capacidad para drones
era minúscula en comparación. Los militares británicos todavía dependen
del apoyo de EE.UU., ya que solo poseen unos cinco drones armados. Pero
han estado ocupados: en mayo de 2012, el ministerio de Defensa confirmó
que habían volado un total de 34.750 horas y habían disparado 281
misiles y bombas guiadas por laser.
Con los continuos
recortes en los niveles de personal británico, no es difícil prever que
los drones reemplacen cada vez más a los soldados en el terreno. Y ya
que el Reino Unido ya tiene la mayor cantidad de cámaras de televisión
por circuito cerrado, la intrusión de drones en la vigilancia en Gran
Bretaña no requiere mucha imaginación.
Los avances
tecnológicos en la guerra no tienen buenos antecedentes en términos de
consecuencias imprevistas. Como revela Chris Hedges en su libro War is a Force That Gives Us Meaning,
se estima que 62 millones de civiles murieron en las guerras del Siglo
XX, “casi 20 millones más que los 43 millones de personal militar”.
¿Repetirá
una tragedia tan demencial el Siglo XXI? Todavía quedan muchos años. Yo
diría que deberíamos pecar de precaución y mantenernos profundamente
preocupados por los drones.
James Jeffrey es un
periodista británico que vive en EE.UU., donde obtuvo una maestría en
periodismo de la Universidad de Texas en Austin, en mayo de 2012. Dejó
el ejército británico como capitán en abril de 2010, después de servir
más de nueve años en Queen's Royal Lancers, incluyendo períodos
operacionales en Kosovo (2002), Iraq (2004, 2006) y Afganistán (2009)
© 2012 Guardian News and Media Limited
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