La lectura del último libro del prestigioso biólogo Edward O. Wilson,
“La conquista social de la tierra”, nos ha hecho reflexionar sobre la
condición humana desde su aspecto biológico.
Acostumbrados a manejar obras que abordan el análisis del ser humano a
través del prisma de las ciencias sociales, este libro aporta una
novedosa respuesta, pero al mismo tiempo desconcertante a la pregunta
¿Qué somos? Al leer este ensayo del considerado biólogo más importante
del siglo XX nos ha invadido una rara inquietud interior. Una sensación
con la que ya contaba Wilson que iban a experimentar sus lectores. Como
dice el propio autor, "la mayoría de las personas, incluidos muchos
estudiosos, preferirían mantener la naturaleza humana al menos
parcialmente en la oscuridad". ¿Cuáles son esos rasgos de la naturaleza
humana no transformada, cruda, que no nos gustan?. Quizá sea descubrir
que los seres humanos somos por naturaleza profundamente tribalistas.
Según Wilson, “un elemento básico de la naturaleza humana es que la
gente se siente obligada a pertenecer a grupos y, cuando se ha unido a
ellos, los considera superiores a los grupos competidores”.
El tribalismo hoy día se manifiesta en formas más benévolas que en épocas pretéritas, tiempos en los que la rivalidad entre grupos por el control de un territorio desembocaba casi siempre en conflictos violentos. En la actualidad los campos de batalla han sido transformados en estadios deportivos y los antiguos guerreros en hinchas de distintos equipos. Aunque suelen darse episodios de violencia entre seguidores de equipos rivales, en la mayor parte de las ocasiones la gente se conforma con insultar al árbitro y meterse con los hinchas del equipo contrario. No obstante, no podemos quedarnos en este elemental estadio de tribalismo. Nuestra sociedad está conformada por un intrincado sistema de tribus entrelazadas. La mayor parte de nosotros nos sentimos partícipes de una amplia variedad de grupos: nuestra familia, la panda de amigos, el equipo de fútbol en el que jugamos, nuestra ciudad, la patria, etc… La adscripción a estos grupos es favorable, ya que son reflejo de nuestra capacidad de sociabilidad y empatía. El problema estriba en que este saludable impulso a formar grupos se transforma fácilmente en formas de tribalismo, que no son tan “pacíficas” como el fútbol, por ejemplo.
Tal y como explica Edward O. Wilson, “las personas propenden al etnocentrismo. Es un hecho incómodo que, incluso cuando se les ofrece una elección sin remordimientos, los individuos prefieren la compañía de otros de la misma raza, nación, clan y religión. Confían más en ellos, se relajan con ellos en los acontecimientos comerciales y sociales, y los prefieren con más frecuencia como pareja con la que casarse. Son más rápidos a la hora de indignarse ante la evidencia de que alguien de fuera del grupo se comporte injustamente o reciba recompensas inmerecidas. Y se comportan de manera hostil ante cualquier miembro de otro grupo que se introduzca en el territorio de su grupo o utilice sus recursos”. Esta afirmación la respalda este investigador con el resultado de algunos experimentos en los que participaron personas de distinta raza. Mediante estas pruebas se pudo comprobar que la imagen de miembros pertenecientes a razas distinta al sujeto en cuestión provocaba una rápida e inconsciente activación de la amígdala, el centro central del miedo y la cólera. La lectura de este párrafo del libro del que venimos hablando fue el que me produjo esta sensación de inquietud y desasosiego que comente con anterioridad. No pude evitar relacionar el contenido de este fragmento de texto con la situación que vivimos en Ceuta.
Cuando estaba leyendo las últimas páginas del libro, con la idea del tribalismo rondando por mi cabeza, hice una pausa para enterarme de las últimas noticias locales. Al echar un vistazo a la edición del pasado miércoles de este mismo rotativo, me detuve para leer un artículo que recogía las declaraciones de varios vecinos del Príncipe Alfonso sobre los tiroteos que han tenido como escenario esta populosa barriada ceutí. A partir de las declaraciones de un representante vecinal, la periodista Paloma López Cortina hace este magnífico retrato robot de los responsables de este repunte de violencia en el Príncipe: “veinteañeros como mucho, desempleados con núcleos familiares desestructurados sin perspectivas de futuro donde los padres sufren la marginalidad del paro y que han encontrado en este grupo un lugar donde se sienten reconocidos y valorados por sus amigos”. Como broche a esta descripción, la mencionada periodista reproduce una declaración textual del Presidente de la Asociación Vecinal, Abdelkamil Mohamed, en la que expresa que estos jóvenes “se sienten fuertes, identificados y respetados y en la calle saben con quien pueden o no meterse”. Al leer esta crónica periodística mi mente encontró un claro paralelismo con el contenido del capítulo del libro de Wilson que habla de la guerra como una maldición hereditaria de la humanidad. Según cuenta Wilson, “las pautas de violencia colectiva de los machos jóvenes de chimpancés son notablemente parecidas a las de los machos humanos jóvenes. Aparte de rivalizar constantemente por la posición social, tanto para ellos como para sus pandillas, tienden a evitar las confrontaciones masivas abiertas con tropillas rivales, y en cambio se basan en ataques por sorpresa”.
¿Quiere esto decir que el hombre carece de la capacidad de autocontrol? Yo no lo creo, y en este aspecto me distanció de la opinión de Wilson para quien “las formas más complejas de comportamiento son, en último término, biológicas”. Este célebre biólogo pertenece a aquellos sectores de mundo científico que tiene la extraña creencia de que la parte animal del hombre es la única real válida, integral, y que las formas de moralidad y disciplina social son sólo supersticiones impuestas a la verdadera naturaleza del hombre. De esta manera, tal y como comenta Lewis Mumford en su obra “las transformaciones del hombre”, “el hombre moderno corre el riesgo de perder su humanidad por el hecho de conceder mayor importancia a su ser animal y a su carácter no humano que a su yo social y al superyo ideal que transformaron esa herencia original”. No obstante, el mismo Mumford matiza que “por mucho que avance el hombre por el camino de la autodramatización y la autotransformación, nunca puede deshacerse del todo del animal”.
Retomando la aplicación práctica de las ideas de Wilson y su necesario tamizado por el filtro del humanismo, salta a la vista que uno de los grandes retos que tiene por delante la humanidad es superar la tendencia al tribalismo y al etnocentrismo. Una propensión que si no conseguimos controlar puede derivar a formas extremas, como los subgrupos criminales que, sin ir muy lejos, están surgiendo en la barriada del Príncipe Alfonso. ¿Cómo hacerlo?. Aquí sí que podemos combinar las aportaciones de la ciencia biológica y las reflexiones de las ciencias sociales. Por un lado, el estudio de la evolución hombre ha demostrado que si hemos alcanzado nuestro alto nivel de desarrollo mental, al menos en conjunto, es por la combinación de dos niveles de organización biológica. En el más elevado de los dos, en palabras de Wilson, “los grupos compiten con grupos, lo que favorece los rasgos sociales cooperativos entre los miembros del mismo grupo”. Mientras que en un nivel inferior, “los miembros del mismo grupo compiten entre sí de una manera que conduce al comportamiento egoísta”.
Ambas tendencias innatas en los hombres requieren para alcanzar la armonía y paz social que mantengan un equilibrio. Ninguna de las pulsiones instintivas debe vencerse, ya que, como advierte Wilson, “si tuviera que dominar la selección individual, las sociedades se disolverían. Y si acabara dominando la selección de grupo, los grupos humanos acabarían pareciendo colonias de hormigas”.
Desde una perspectiva humanista, pensadores como el citado Mumford, apuestan por la vía de la cultura como posible salida del tribalismo.
El freno a la tendencia humana hacia el tribalismo consistirá, según este autor, en la conformación de un tipo de “persona no marcada indeleblemente por los tatuajes de su tribu ni coartada por los tabús de su totem…Una persona a quien sus restricciones dietéticas religiosas no le impidan participar en el alimento espiritual que ha resultado nutritivo para otros hombres; y, por último, una persona cuyos anteojos ideológicos no le estorben permitiéndole sólo entrever alguna vez el mundo tal como se muestra a hombres con otros anteojos ideológicos, o tal como se revela a quienes, cada vez con mayor frecuencia, son capaces de una visión normal sin ayuda de lentes”.
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