José
Manuel Pérez Rivera
Desde hace tiempo no hago otra cosa que darle
vueltas a una serie de ideas que rondan por mi cabeza. Son como las piezas de
un puzzle que, si eres capaz de encajarlas, obtienes una preciosa imagen.
Durante breves instantes vislumbré el puzzle montado y experimenté una
agradable sensación de bienestar. Intuyo que la imagen obtenida es de calidad y
puede resultar útil para dar respuesta a los importantes retos individuales y
colectivos a los que hoy día nos enfrentamos. Las piezas son complejas y la
distinción entre algunas de ellas es difícil. Sólo unas pocas contienen
elementos reconocibles, palabras sueltas que quieren formar una frase cargada
de sentido. Términos como organismo, mecanicismo, organización, 15M,
democracia, política,…, son las piezas claves del puzzle y una metáfora en sí
misma de la idea principal que las une a todas: la relación entre el todo y las
partes.
Atascado en el montaje de este complejo puzzle
mental decido coger dos piezas que me parecen fundamentales: en el centro de
cada pieza figura, respectivamente, la palabra organismo y organización. Las
piezas no encajan entre sí, aunque en apariencia son muy similares. Presto más
atención y empiezo a desvelar las diferencias. La más notable es que, según
Waldo Frank, “en el organismo, unidad y vida unificadora están en todas partes,
infusas en todos sus elementos”. Mientras que “en una organización, la unidad
se impone racionalmente en sus componentes y permanece exterior a su naturaleza
intrínseca”. Pongamos un ejemplo para ver más claras las diferencias. Un
organismo sería el propio ser humano: su vida está en todas sus partes. Sin
embargo, en una empresa comercial, existe un pequeño y limitado grupo de
personas, los jefes, que la dirigen y, por tanto, su unidad viva no recae en
sus trabajadores.
Lo más curioso de ambas piezas, y de ahí la
dificultad a la hora de montar el puzle, es su carácter dual. Depende de la
orientación que le des a la pieza pasa de organización a organismo, o
viceversa. Ejemplo de la primera posibilidad, es decir, de la conversión de una
organización en organismo, y tomando como referencia el caso anterior de la
empresa comercial, puede suceder que los trabajadores vayan más allá o se le
permita implicarse en la dirección del negocio en el que prestan su servicio a
cambio de un salario, identificando la empresa consigo mismo y relacionándola
con la que sociedad en la que se encuentran insertos. Cuando sucede esto, la
organización llega a convertirse en un organismo. Pero puede suceder, como es
más frecuente, que un grupo de organismos, el propio ser humano sin ir más
lejos, devenga en una organización mecanicista, de los que podríamos citar
innumerables ejemplos: los ejércitos, las densas burocracias públicas, los
partidos políticos, etc…
La diferencia entre una organización y un organismo
es muy sutil. Retomando a la metáfora del puzle, la diferencia es apenas
apreciable entre las piezas. Incluso un mismo grupo puede comportarse algunas
veces como organismo y otras como organización. Waldo Frank ponía en su obra
“El redescubrimiento del hombre”, el ejemplo de un equipo profesional de
beisbol. Según Frank, el equipo actúa como organización “en cuanto los hombres
que juegan tienen objetivos e impulsos que el equipo no expresa íntegramente”.
Por el contrario, operan como organismo “en cuanto los jugadores llegan a
absorberse espontánea y apasionadamente en vencer en un encuentro determinado”.
Llevada a un terreno menos profano, el de la
historia, Waldo Frank describe a la Polis de Grecia como paradigma de un
organismo, y a la Roma imperial como organización arquetípica, “una
organización de organismo cuya sangre gradualmente agotó”. La antigua Roma fue,
desde este punto de vista, una pesada maquinaria de poder que anulaba cualquier
forma de organismo. Incluso cuando el estado romano adoptó el cristianismo como
religión del Estado, traicionó o persiguió el espíritu orgánico de las primeras
comunidades cristianas utilizando estrictos métodos de organización. La Iglesia,
como institución heredera del jerarquizado, hiper-organizado y poderoso estado
romano, tuvo un papel clave, tal y como han demostrado Lewis Mumford y el
citado Waldo Frank, en la aparición de la máquina y formas opresoras del
colectivismo (capitalismo, comunismo, fascismo, etc…). Cualquier persona
conocedora de este fenómeno no debería de extrañarse del apoyo que la iglesia
siempre ha mostrado a las instituciones políticas, económicas y sociales más
poderosas, que comparten con ella su voluntad organizada.
El ser humano parece tener inserto en sus genes un
rechazo a toda forma de organización oprimente, la libertad. Al igual que
sucede en la naturaleza, el gen de la libertad puede sufrir alteraciones y
provocar graves enfermedades en el cuerpo individual y colectivo. Siguiendo
esta idea de marcado carácter organicista, Waldo Frank apuntaba que “el cuerpo,
como un todo, debe constantemente desempeñar su parte dentro del “argumento” de
las relaciones, pero los actores son partes específicas del cuerpo”. Ningún
órgano del cuerpo humano actúa de manera independiente y con un objetivo
individualista, son medios; el fin es el mantenimiento de la vida. Así el
estómago, decía Waldo Frank, “crea alimento no solamente para el estómago, sino
para todo el cuerpo; los órganos sexuales propagan toda la vida del cuerpo; la
vista, el olfato, el tacto, etcétera, efectúan la acomodación completa del
cuerpo a su ambiente”.
Lo indicado para el cuerpo individual, como ser
vital y orgánico, es, -en opinión de Waldo Frank-, también cierto para el
cuerpo social. “Las unidades particulares de hombres y mujeres dentro del grupo
desempeñan los actos de sus relaciones funcionales como un todo con la
naturaleza y con otros grupos humanos. Así como existe una constante relación entre
la supervivencia del hombre y la actividad de los constituyentes de su cuerpo,
así también existe una relación entre la supervivencia del cuerpo colectivo del
hombre y los papeles especiales de sus constituyentes: el agricultor, el
trabajador, el soldado, el sacerdote, el político. Y eso puede parecer que
cubre toda la historia de la humanidad”.
Después de mucho tiempo dándole vueltas a la
cabeza, he llegado a la misma conclusión a la que llegaron Lewis Mumford y su
colega Waldo Frank: uno de los asuntos claves en la humanidad y en su modo de
organización como sociedad es el eterno conflicto en la visión mecánica y la
visión orgánica de la existencia humana y todo lo que con ella se relaciona. La
primera de las visiones se relaciona con la máquina, la segunda con la
naturaleza. Cada día este eterno conflicto entre mecanicismo y organicismo se
aprecia con más claridad. El escenario donde se libra la batalla entre
mecanicista y organicista ha sido y es de lo más variado. En arquitectura,
Frank Lloyd Wright y Antoni Gaudí frente a Le Corbusier y los representantes
del llamado “Estilo Internacional”; en la música, Mozart frente a la música
electrónica; el cerebro frente a la inteligencia artificial; el proyecto
educativo de Dewey frente a los postulados de Comenius; la pintura de Goya
frente a los cuadros de Andy Warhol; la medicina natural frente a la
institucional, etc…
El resultado del conflicto que dirimen organicista
y mecanicista cobra especial relevancia en el plano del poder político y
económico. Desde la democracia orgánica que surgió en la Atenas clásica hasta
la oligarquía mecanicista de hoy han pasado muchos siglos de abierto
enfrentamiento entre dos visiones contrapuestas de la naturaleza humana en el
sentido individual y colectivo. No cabe duda que la cosmovisión mecánica viene
siendo la predominante desde al menos el siglo XVI y su influencia no ha dejado
de acrecentarse. Según se ha ido imponiendo la visión mecánica, la condición
humana ha experimentado un notorio deterioro. Hemos perdido nuestra conexión
orgánica con el todo, que no es otra cosa que la propia tierra y la amplia
ecúmene que la ocupa. La disolución de los lazos que nos unen con el planeta y
con nuestra propia especie nos ha conducido a dos procesos paralelos: la
sociodesintegración y la psicodesintegración.
El reto que tenemos ante nosotros, la revolución
esperada, es el triunfo de la visión orgánica. Este momento llegará, según
Waldo Frank, cuando el hombre, “que durante dilatadas épocas ha empleado todos
sus órganos individuales y colectivos para el bienestar del yo, empíricamente
considerado, aprenda que este yo, así cuidado y así servido, pierde su salud:
que por su bienestar debe esforzarse en ser un integrador dentro de un todo
metafísicamente fuera de él”. En resumidas cuentas, nuestra misión futura
consiste en la reordenación de los tres componentes del yo: el ego social, el
ego somático y el yo cósmico. Este último, el espíritu, con capacidad infinita
para elevarse, tiene que ocupar el lugar central, hoy día monopolizado por el
ego somático, dando lugar al egoísmo e individualismo reinante. Este proceso de
reacondicionamiento interno está todavía en sus primeras etapas y aparece
fugazmente en ocasiones puntuales que calificamos de “revolucionarias”.
Cornelius Castoriadis llamó la atención sobre el
hecho no causal de que “cada vez que se produjeron grandes movimientos
revolucionarios o reformadores de la sociedad, en el auténtico sentido del
término, comenzaron casi sin excepción con un impulso de restauración o
instauración de la democracia directa”. Así ocurrió en América del norte, entre
1770 y 1780, durante la Revolución Francesa, la Comuna de París, en la Hungría
de 1956 o, más reciente en el tiempo, con el movimiento 15M, Occupy Wall
Street, etc…Todo parece indicar que la tendencia hacia el organicismo es innata
en el hombre y surge cada vez que las distintas representaciones del poder
ahogan la libertad del hombre. El éxito o fracaso de estos movimientos depende,
en última instancia, de la constancia, la voluntad y el esfuerzo de sus
integrantes.
En un interesante artículo de Daniel Mari Ripa,
titulado “¿Por qué partidos y sindicatos no conectan con las personas jóvenes y
precarias?” (El Viejo Topo, nº 302, marzo 2013), describe, sin identificarlo
como tales, evidentes rasgos de organicismo en el grupo social que analiza,
mezclados, eso sí, con evidentes síntomas de individualismo. Nos hemos
convertido en seres bipolares. Por un lado, como indica este investigador,
“seguimos teniendo la necesidad de construir relaciones con otras personas”,
pero ésta se ha vuelto etérea y cambiante, líquida si utilizamos el término
acuñado por Zygmunt Bauman. Sentimos un rechazo generalizado a cualquier forma
de organización jerarquizada, tipo sindicato, partido político o incluso
organización no gubernamental. La militancia parece cosa del pasado. Un término
a engrosar el diccionario de arcaísmo de la Real Academia de la Lengua
Española. Para Mari Ripa, como expresamente subraya, “el universo 15M no puede
reducirse a una organización”. Y no puede hacerse por un motivo que este
investigador no termina de identificar y designar con el término correcto. No
es una organización porque tiene vocación de organismo. Pero no llega a cuajar
por un rasgo que él acertadamente diagnostica: la mayoría de sus integrantes
“parecen sumidos en el individualismo del consumo”.
Al final de su artículo, Daniel Mari Ripa llega a
cuestionarse sobre un aspecto fundamental de este difícil equilibrio en
organismo y organización. Resulta evidente, como subrayó Waldo Frank, que “una
sociedad de organización acumulada (en el mejor de los casos con grupos
residuales en su interior) condena al hombre a ser el inválido que es en la
actualidad, a pesar de todo el esplendor de sus máquinas”. Desde su punto de
vista, que comparto, “solo los grupos orgánicos pueden establecer un orden
social orgánico. Solo las personas (Waldo Frank distingue por su grado de
psicointegración entre individuos y personas) pueden constituir grupos
orgánicos. Por el contrario, una sociedad organizada destruirá los grupos
orgánicos dentro de ella y convertirá a sus personas en mártires”. El modelo
que propone Waldo Frank es puramente orgánico, aún indicando las evidentes
diferencias entre los procesos biológicos y sociales. Para este enorme
pensador, injustamente olvidado, “nuestro norte en la previsión de la sociedad
orgánica debe ser la forma de actuar de las células que se desarrollan en el
cuerpo viviente. Su método es un profundo misterio. De algún modo, dentro de
ellas, está implícito el destino formal de cada parte en el todo, y del todo; y
su destino compartido les hace colaborar”.
Existe una ley interna en la naturaleza a la que
ningún ser vivo puede escapar. El cuerpo biológico nace, crece, madura y
después decae hasta morir. Algunos pensadores, como Oswald Splenger, cayeron en
el error de aplicar este mismo proceso a las sociedades humanas. Como respuesta
a esta visión del desarrollo civilizatorio que le llevó a Spengler a escribir
su famosa obra “La decadencia de Occidente”, autores como Lewis Mumford o Waldo
Frank defendieron que las comunidades orgánicas presentan una forma parabólica,
siempre abierta y cambiante. El término elegido por Mumford para definir este
proceso fue el de “equilibrio dinámico”.
La cuestión clave que debemos intentar resolver es
cómo podemos conservar en una democracia el poder en manos de los ciudadanos
sin que caiga en las garras de una burocracia tentacular dada la complejidad
del mundo en el que nos ha tocado vivir. En el plano de la organización
territorial de un estado como España, los términos organicismo y mecanicismo
son intercambiados por los de federalismo y centralismo. El centralismo parece
más eficaz, ya que las decisiones son tomadas por un restringido número de
personas, -en las mal llamadas democracias representativas-, y en una sola
cuando estamos ante una dictadura. Por el contrario, en las formas de
organización territorial descentralizadas, las decisiones tienen que ser
negociadas y consensuadas. En un cuerpo biológico, la buena voluntad y la
predisposición a la colaboración se consideran inherentes. Nunca se ha visto
que un corazón se quiera independizar de su propio cuerpo.
En una nación que quiera tener éxito y no fallecer,
cada una de las regiones debería actuar como un órgano, “y así como las células
dentro del órgano colaboran para formarlo”, los órganos territoriales que
conforman un determinado país colaboran para formar todo el cuerpo político. De
modo que, como señala Waldo Frank, “el cuerpo político, como un todo, nutre a
los órganos, a las células, del cuerpo total, alimentando sus partes y
distribuyendo el oxígeno de la vida a través del torrente circulatorio”. Soy
consciente que el ejemplo elegido puede resultar polémico, ya que la
conformación del cuerpo territorial español, como el de muchos otros países,
dicta mucho de ser orgánico. La imposición por la fuerza o la coacción queda
fuera de los procesos orgánicos, donde los vínculos de relación predominantes
son de tipo simbiótico, aunque también se dan ejemplos de parasitismo.
Llegamos a un punto clave, con el que quiero
finalizar este esbozo de un trabajo más amplio que estamos realizando sobre el
eterno debate entre organicismo y mecanicismo, la cuestión de cómo conseguir
personas orgánicas que hagan posible una sociedad de la misma índole. Debemos
establecer una metodología para inculcar a cada miembro de la sociedad algún
principio similar al de las células en el organismo biológico que, aún siendo
una parte del todo, comparten su misión destino y colaboran en su realización.
Según Waldo Frank, “en el caso de las células biológicas, el conocimiento
organísmico es misterioso y subconsciente. En el de las células sociales, el
conocimiento, si bien misterioso, se convierte en consciente”. Necesitamos, por
tanto, ser conscientes, en todo momento y lugar, de que somos parte de un todo,
de un cosmos, de una naturaleza compartida con el resto de seres vivos, de una
comunidad global de seres humanos con un destino común, que deben agruparse de
manera orgánica, partiendo de la familia, el vecindario, la ciudad, la región,
la nación, la confederación de países hasta llegar a constituirse en una única
comunidad humana. Para ello es necesario tener la voluntad para crear la
armonía de la integración en la sociedad, cuyo componente básico son personas que
han desarrollado la misma capacidad de integración en su ser interno. Un camino
del individuo a la persona que requiere despertar en el ser humano su innata
tendencia a la comunicación, la comunión y la cooperación, instintos que hoy se
encuentran anestesiados por los continuos esfuerzos del complejo del poder que
fomenta de manera interesada la desconfianza entre las personas y los grupos
sociales.