jueves, 11 de junio de 2020

La maldición de los “Likes”


Alvin Reyes

El historiador norteamericano David Halberstam escribió un libro fabuloso sobre el periodismo en EEUU, “The power that be”. En este libro se explica como la medición de los ratings dañó la programación de la televisión norteamericana, como dejó de importar la calidad y todo se basó en cuantas personas miraban determinado programa o show, la calidad era lo de menos. Voy a traducir de manera libre algunas líneas del libro.

“Poco a poco las ganancias fueron creciendo año tras año cambiando y corrompiendo la naturaleza de la programación televisiva…Ahora la televisión se obsesiono con los ratings y estos tienen su propia moralidad, dictan su propia verdad… Aquellos que se atrevieron a advertir el descenso en la calidad de la programación y que apostaban por realizar programas de mejor contenido, no fueron considerados como personas realistas, no estaban viendo toda la perspectiva del negocio…O los ratings eran altos o eran bajo, no hubo lugar para otra consideración, ni hubo otro sistema de valores…el sistema de ratings lo destruyó todo, cualquier sentido de balance quedo eliminado no se trataba de llegar a la audiencia correcta sino a toda la audiencia” (1)

Si Halberstam estuviese vivo, murió en el 2007 en un accidente de tránsito, coincidiría conmigo en que ahora es peor. La llegada de las redes sociales ha prostituido lo que quedaba de racional en los medios de comunicación. Ya ni siquiera son los ratings, son los likes, o los views. Cuando se habla de un video musical en YT no se habla de la música se dice “tal video ha alcanzado 2 millones de visitas, o x cientos de miles de likes” así sea un documental, una soprano o un  chimpancé bailando.
Posteas algo, subes un video y tus amigos te preguntan y ¿cuantos likes lleva?, pero no vio el contenido, no se interesó si aprendió algo, si el video o el post dicen la verdad, si la canción es realmente buena. No, lo importante son los likes.

Y los likes se han convertido en un negocio muy lucrativo. O sea tengo una página web, quiero vender publicidad y le pago una cantidad de dólares a Facebook para que el número de mis seguidores aumente, estos seguidores son fantasmas, son empleados que están digamos en la India y que reciben X cantidad de dinero por dar “like” y “seguir” determinadas páginas que Facebook o Instagram les asignan.

¿Se podrá vivir una falsedad más grande? ¿Puedo vender mi negocio a la publicidad basado en una red de seguidores de mentira?

No solo es que el sistema de rating sea malo es que ahora son falsos, se compran.





1 Halberstan, David. The power that be. University of Illinois Press. 2000. Pags. 415-417

lunes, 8 de junio de 2020

LA DISCIPLINA SOCIAL SE ALIMENTA DE DATOS


Publicado originalmente en Quebrantando el silencio

La disciplina se define como el conjunto de reglas de comportamiento para mantener el orden y la subordinación entre los miembros de un cuerpo o una colectividad en una profesión o en una determinada colectividad.

Creo que esa definición lo dice todo: orden y subordinación.

En lo social, la disciplina es la fuerza que regula la sociedad. La disciplina social se puede definir como el acatamiento cotidiano al conjunto de reglas para mantener el orden y la subordinación a las normas (legales y morales) entre los miembros de un grupo social. Es la adhesión a normas que garanticen la convivencia. Es decir, el respeto de la Ley. También es la adecuación del individuo al medio social. Parte del proceso de socialización consiste en adquirir conciencia de las obligaciones para con el grupo o sociedad y en la práctica de esas obligaciones para adaptarse a ella. La disciplina social se empieza a construir en el seno de la familia durante los primeros años. El proceso continúa en la escuela y se sigue dando en el resto (y a través de) el resto de instituciones.

Esa disciplina se alimenta de datos. Lo vemos todos los días en esta especie de estado de alarma en el que nuestras vidas han quedado suspendidas.

Muertos, infectados, recuperados, porcentajes… Por país, por región, por municipio… por escalera de vecinos si pudiéramos obtenerlos. Los datos ofrecen certezas, para bien o para mal. Es algo a lo que agarrarse, proporciona una justificación racional frente a la otra cara de la moneda: el miedo. Porque los datos en sí, son meros números pero la utilización que se hace de ellos siempre tiene un propósito. Los datos aportan información y de siempre se ha visto que quien domina la información adquiere una gran ventaja. Los datos los manejan unos pocos pero sus consecuencias las sufrimos todos. El Estado y las grandes empresas manejan los datos, no sólo los controlan sino que los fabrican a su antojo. Nos ofrecen aquellas versiones que interesan a sus proyectos. Incluso nos enseñan cómo debemos reaccionar ante ellos. El fin de todo ello, es alcanzar el objetivo antes mencionado: orden y subordinación. Es decir, que nos mantengamos siempre abaja, siempre agradecidos al poder por protegernos y velar por nuestros intereses.

A día de hoy, podemos ver la ansiedad de millones de personas a la espera de nuevos datos a cada instante. La visceralidad con que se reciben esos datos y, a pesar del teatro político (una patraña que como siempre sólo sirve para mantener alerta al rebaño) la convicción mayoritaria de mantenernos obedientes. Dispuestos a delatar ante las autoridades a cualquiera que no comparta nuestro miedo y decida actuar de otra forma.

Llevamos toda la vida entrenándonos en la recepción acrítica de datos y en la sumisión a las consecuencias que el poder nos indica sobre esos datos.
  
Los datos están por todas partes. Vivimos en un mundo donde todo se reduce a cifras, incluso las personas. Desde que el dinero y la propiedad privada son los pilares fundamentales del orden social, las personas nos hemos convertido en números, en meros apuntes contables. Lo hemos aceptado e interiorizado y dejamos que nos traten y nos usen de esta forma. Así, la estadística (esa rama de las matemáticas que utiliza los datos para obtener inferencias) se ha convertido en la forma habitual de referenciar cualquier situación social y, por tanto, la mejor forma de mantener el espejismo de este mundo insostenible.

Llevamos toda la vida atendiendo a los datos de empleo y ausencia de él, a los sube y baja de la bolsa, a los datos demográficos, a los salariales, a los índices de precios de cualquier cosa, a los de jubilación y esperanza de vida, a los escolares… Nos hemos especializado en actuar en función de un sinfín de datos que nos proporcionan la certeza de saber en qué posición de la escala social nos encontramos y en cómo debemos actuar para ascender y no caer en el abismo de los que tienen peores números que nosotros.

Pero no sólo sirven para estas justificaciones sino que los datos tienen un uso todavía más perverso. Esa cara oculta que produce verdadero pavor y fortalece esa disciplina social.

Los datos determinan lo normal y, por tanto, establece las bases para la norma. Esto significa que se utiliza para determinar qué principios se imponen o se adoptan para dirigir la conducta o la correcta realización de una acción. Así, la estadística, justifica nuevamente la imposición de criterios de control y selección social. Esto se puede ver en cualquier ámbito de la vida. En el ámbito de la educación, el criterio estadístico sirve para etiquetar (con su consecuente estigmatización) a cualquier joven en función de unos criterios establecidos única y exclusivamente para hacer prevalecer una estratificación social y un sistema de organización social firmemente asentado sobre la base de cada cual ocupe el lugar que tiene asignado. De esta forma, la estadística predice, señala y confirma el destino de cada uno a través de la constante reducción a factores numéricos de la compleja vida de cualquier joven. En el ámbito de la salud, los datos determinan quién tiene derecho a recibir un tratamiento y quién queda desahuciado. Determina quién debe ser considerado como sujeto de riesgo en función de si cumple con los criterios establecidos para actuar en consecuencia. Especialmente, en lo tocante a la salud mental (extendido a todo ese universo de las llamadas ciencias psi) es donde se manifiesta en toda su plenitud el factor estadístico. Permite clasificar a todos los sujetos en categorías, muchas veces totalmente inventadas con el único propósito de patologizarnos; la desfachatez llega al punto en que para decidir si uno sufre alguna enfermedad de este tipo se basan en una simple cuestión de número: si se cumplen un porcentaje aleatorio de criterios estás o no enfermo. También en lo social muchas veces se impone el criterio estadístico. De esta forma se decide quién puede recibir la limosna del Estado o quién debe acudir directamente a la caridad religiosa. Se decide quién está en riesgo o no, o quién es apto para la vida en sociedad y quién no.


Todo se reduce a una cuestión numérica porque en eso nos hemos convertido. Esos números nos definen, nos catalogan y nos ubican en el lugar que nos corresponde. A través de este tratamiento estadístico se obtiene la uniformidad social y la estratificación bien definida que todo Estado necesita para su buen funcionamiento democrático. Es decir, que las ovejas sigan obedeciendo al pastor y que las que no lo hagan sean tratadas como lo que son: descarriadas y, por tanto, abocadas al ostracismo y finalmente, al matadero. Los datos alimentan la disciplina social, la nutren y la engrasan para su buen funcionamiento. Conocer los datos nos da la certeza de saber hacia dónde quieren que nos dirijamos y, por tanto, nos indica cómo debemos actuar. También acrecientan nuestros miedos. Miedo a quedar excluido, miedo a ser diferente a no pasar inadvertido, miedo a sufrir las consecuencias, miedo a morir en vida. Frente a esos miedos, la subordinación, la sumisión y el mantenimiento del orden aparecen ante nuestros ojos como la mejor opción para mantenernos en pie. Lamentablemente, no parece que seamos conscientes de que mantenerse en pie en este lodazal en el que vivimos nos conduce inevitablemente al agujero infecto en el que es imposible desarrollar nada mínimamente humano. 


domingo, 7 de junio de 2020

La muerte de la ciencia


Por Alvin Reyes

Al día de escribir estas líneas los contagios del COVID 19 eran más de 6 millones y las muertes rondan las 390 000, a esas víctimas mortales de la enfermedad se le debe sumar otra, aun más importante: la ciencia.

Si, decreto la muerte de la ciencia; es que estaba muerta hace tiempo lo que pasa es que el cadáver ahora es que empieza a heder.

La base de la ciencia es la filosofía, la búsqueda de los fenómenos y las causas que los producen. Observamos algo, un hecho tangible que ocurre; Galileo enseñó un método para elaborar una serie de patrones hasta llegar a establecer una verdad objetiva. Luego vino la matemática de Newton, los descubrimientos de Faraday, las ecuaciones de Maxwell, la física de Planck, la mecánica cuántica de mi admirado Schrödinger. Seres humanos que aparte de científicos eran tambien filósofos. Buscaban la explicación del mundo, de la naturaleza, del universo. A medida que avanzaban, sus descubrimientos cientificos se fueron transformando, via la tecnología en aplicaciones prácticas que mejoraron la vida diaria.

Sin muchos detalles y sin investigación me sospecho que la enfermedad que llevó a la ciencia a la muerte se inició con el proyecto Manhattan. EEUU encerró un grupo de científicos en un desierto y les dio un plazo para hacer una bomba de violencia cósmica (El término es de Henry Adams). Ahí no hubo investigación científica,  la ciencia se puso al servicio de la política, de la guerra y de los generales. Desde entonces los científicos dejaron de ser hombres de ciencia para convertirse en empleados del Complejo Militar Industrial. Esto no desmiente otra verdad: la guerra siempre ha sido un factor que incentiva, desata y libera fuerzas intelectuales necesarias para que un bando trate de imponer su superioridad en el conflicto. Al margen de esta realidad, los filosofos y hombres de ciencia continuaban reflexionando, estudiando e investigando con la mayor libertad y no por encargo de corporaciones ni estructuras de poder.

Luego las corporaciones siguieron el mismo patrón. Contrataron científicos y les dijeron, entre otras cosas, “No me investiguen nada, hagan un procesador más rápido que el de la competencia o más rápido que el nuestro propio.” “olvídense de la filosofía quiero un celular que tenga más memoria, pantalla táctil, reconocimiento facial, etc.”. “No más desarrollo de medicamentos que curen enfermedades, necesitamos  medicamentos que hagan los pacientes dependientes el resto de su vida”. (Esta última me la dijeron a mí mismo)  No queremos productos que duren para toda la vida sino que sean perecederos. Ahí está el negocio.

La muerte de la ciencia es tan evidente que los científicos no han hablado durante la pandemia. Los Trump, los Putin, los Bolsonaro, el jefe de la OMS y otros que más parecen o son políticos que hombres de ciencia. Todos hablando sandeces, dando palos a ciegas. Que si el calor hará que el virus muera en junio, se publicó un trabajo negando lo efectos de la hidroxicloroquina y luego el trabajo se retiró por no haber pasado por las revisiones científicas establecidas, que si el virus mutará dentro de unos meses, que si el aplanamiento de la curva (como si ella sola se fuera a aplanar por si misma). La verdad es que no saben nada. Ah, perdón, algo saben, nos han metido mascarillas, guantes y otros insumos de protección y nos han llenado de miedo y han jodido hasta su propia economía.

Esta pandemia ha demostrado que nos gobiernan los tipos listos, no los inteligentes los ambiciosos, no los sabios y los que una vez fueron científicos y filósofos son ahora empleados del gobierno y de  las corporaciones. Ya no orientan ni son referente, obedecen y se someten al poder in cuestionar su legitimidad ni la causa que sirven: no tienen voz ni voto, solo les importa un cheque grande a fin de año.

El Señor de los cristianos nos agarre confesados.