martes, 27 de agosto de 2013

Dios y Mammón en la edad de la máquina



“Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno
y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro.
No podéis servir a Dios y a Mammón».
                                       Mateo 6: 24

Al principio el hombre soñó con Dioses. 

Los Dioses le trajeron el rio, el sol, los antílopes, los búfalos y las gacelas.

En sus sueños el hombre también encontró dragones.

Y los Dioses les trajeron Reyes.

Y el hombre glorificó los Reyes que les fueron dados por los Dioses.

El hombre soñó con pirámides, con castillos y con templos por la gloria de Dios y el Rey.

Y los Reyes eran buenos porque cuidaban a su pueblo y los defendían de otros pueblos que tenían Dioses malos.

Después llegó el hierro, y con el hierro el dominio.

Y el hombre ya no se defendió mas, conquistó, arrasó,  y adoró el hierro por encima de los Dioses.

El triunfo del hombre sobre la naturaleza fue también el triunfo del hombre sobre los Dioses.

Barridos, relegados al plano de la mitología y la cultura popular los Dioses se fueron de la tierra.

Exiliados por su propia criatura.

El hombre no los busco más. Creo sus propios Dioses, Dioses del triunfo de la ciencia y de  la mecánica clásica.


El hombre inventó  la máquina, para la gloria perpetua de la propia máquina.

Ya el hombre no sueña más con Dioses ni con dragones.

Los sueños del hombre son de conquista y de exterminio.

El hombre sueña con poder absoluto, un poder antes reservado a los Dioses.

Quien si no Yave tuvo el poder de destruir a Sodoma y Gomorra?.



Quien si no Moloch podía tragarse los niños en su holocausto de fuego?.

Ya no hacen falta ni Yave, ni Moloch.

Basta el simple aleteo de los Drones.

Para la gloria y el poder de los amos de la Edad de la Máquina.



lunes, 26 de agosto de 2013

El Culto de la Muerte



Ha ocurrido un ataque químico en una población Siria. Mientras la ONU investiga, el mundo occidental resuenan los tambores de guerra soñando con una posible invasión a este país. ¿Que es la guerra?, ¿por qué este culto insano  a la muerte?. Veamos que escribía Lewis Mumford en 1934 sobre la guerra, mucho antes que la máquina alcanzara las proporciones tecnológicas que ha logrado, pero las conclusiones son válidas aun como lo fueron cuando se escribieron.

Lewis Mumford, Técnica y Civilización (1934) Alianza Editorial. Primera edición en “Alianza Universidad”: 1971. Quinta reimpresión en “Alianza Universidad”: 1992. Págs. 329-332 

“En las sociedades modernas es corriente el conflicto, una de cuyas representaciones especiales  institucionalizadas es la guerra. Además es inevitable cuando la sociedad ha alcanzado un cierto grado de diferenciación, puesto que la ausencia de conflicto supondría una conformidad que solo existe en los placentarios entre los embriones y sus progenitores hembra. El deseo de realizar este tipo de unidad es una de las características reaccionarias más patentes de los estados totalitarios y de intentos similares de tiranía en grupos más reducidos.

Mas la guerra es esa forma particular de conflicto que no pretende resolver los puntos de desacuerdo, sino aniquilar físicamente a los defensores de los puntos de vista contrarios o bien obligarlos a someterse por la fuerza. Y si bien el conflicto es un incidente inevitable en cualquier sistema activo de cooperación, al que hay que dar la bienvenida por las saludables variaciones y modificaciones que aporta, la guerra es desde luego una perversión especializada de conflicto, legada quizá por los grupos cazadores más depredadores; y ha dejado de ser un fenómeno eterno y necesario, como ha dejado de serlo el canibalismo y el infanticidio.

La guerra difiere en escala, intención, calidad mortífera y frecuencia con el tipo de sociedad; recorre todas las formas desde la guerra con predominio ritual de muchas sociedades primitivas hasta las feroces matanzas cometidas de tiempo en tiempo por barbaros conquistadores como GengisKan y los combates sistemáticos entre naciones enteras que ahora ocupan tanto tiempo y atención de los países industriales “adelantados” y “pacíficos”. Los impulsos hacia la destrucción no han disminuido de ninguna manera con el progreso en los medios; en realidad hay alguna razón para pensar que nuestros antepasados primitivos recolectores de  alimentos, antes de inventar las armas que les ayudaron en la caza, fueron más pacíficos en sus costumbres que sus descendientes más civilizados. A medida que la guerra aumento en destructividad, el elemento deportivo se ha hecho menor. Cuenta la leyenda de un antiguo conquistador que rechazo con desprecio la toma de una ciudad por sorpresa de noche porque hubiera sido demasiado fácil y le hubiera quitado toda la gloria: hoy un ejército bien organizado trata de exterminar al enemigo con el fuego de la artillería antes de avanzar para tomar la posición de exterminar al enemigo con el fuego de la artillería antes de avanzar para tomar la posición.

En casi todas sus manifestaciones, sin embargo, la guerra indica un retroceso hacia un patrón psíquico infantil por parte del pueblo que no puede resistir por más tiempo la tensión exigente de la vida en grupos, con todas las necesidades de compromiso, de toma y daca, de vivir y dejar vivir, el entendimiento y la comprensión que pide la vida y con todo lo que supone de complejidades y de ajuste. Tratan de desatar el nudo con el cuchillo y el fusil. Pero mientras las guerras nacionales hoy son esencialmente competiciones en las que el campo de batalla toma el lugar del mercado, la habilidad de la guerra en dirigir la lealtad y los intereses de toda la población subyacente reside en parte en sus peculiares reacciones psicológicas: proporciona una salida y una relación emocional. “El arte degradaba, la imaginación denegaba —como dice Blake—, la guerra gobernaba las naciones”.

Pues la guerra es el drama supremo de una sociedad completamente mecanizada; y lleva una ventaja sobre todas las demás formas de deporte de masas en las que se mimetizan las actitudes de la guerra; la guerra es real, en tanto en los otros deportes de masas existe un elemento de simulación: aparte las excitaciones del juego o las perdidas en las apuestas, no tiene real importancia quien sea victorioso. En la guerra, no cabe duda en cuanto a la realidad, el éxito puede traer la recompensa de la muerte con la misma seguridad que el fracaso, y puede llevarla al más lejano espectador como a los gladiadores en el centro de la vasta arena de las naciones.

Pero la guerra, para los que realmente están en el combate, aporta asimismo una liberación de los sórdidos motivos de hacer beneficios y del egoísmo que gobiernan las formas que prevalecen de las empresas de negocios, incluido el deporte: la acción tiene el significado del auténtico drama. Y en cuanto la guerra es una de las principales fuentes de mecanismo, y su instrucción militar y su regimentación constituyen el verdadero modelo del esfuerzo industrial al estilo antiguo, suministra mejor que el campo de deportes las compensaciones necesarias a esta rutina. La preparación del soldado, la parada, la elegancia y el brillo del equipo y del uniforme, el movimiento preciso de grandes  masas de hombres, el sonar de los clarines, el redoble de los tambores, el ritmo de la marcha, y después, ya en la batalla misma, la explosión final del esfuerzo en el bombardeo y en la carga, prestan una grandeza moral y una estética a todo el conjunto. La muerte o la mutilación del cuerpo da al drama el elemento de sacrificio trágico, como el que se oculta bajo el exterior de muchos rituales de religiones primitivas: el esfuerzo se ve santificado e intensificado por el grado del holocausto. En los pueblos que han perdido los valores de la cultura y no pueden ya responder con interés y comprensión a los símbolos de la misma, el abandono de todo el proceso y la regresión a creencias toscas y a dogmas no racionales, se ve poderosamente favorecida por los procesos de la guerra. Si no existiera realmente un enemigo, sería necesario inventarlo, con el fin de favorecer este desarrollo.

Así, pues, la guerra rompe el tedio de una sociedad mecanizada y la  descarga de la mezquindad y la prudencia de sus esfuerzos cotidianos, concentrando hasta el último grado la mecanización de los medios de producción y el vigor opuesto de los estallidos vitales desesperados. La guerra permite la exhibición extrema de lo primitivo al mismo tiempo que deifica lo mecánico. En la guerra moderna, lo primitivo absoluto y la maquinaria de reloj son una sola cosa.

A la vista de sus productos finales —los muertos, los mutilados, los dementes, las regiones devastadas, los recursos quebrantados, la corrupción moral, los odios y la rufianería antisociales—, la guerra es la más desastrosa salida de los impulsos reprimidos de la sociedad que se haya ideado. Las consecuencias funestas han crecido en magnitud y en miseria humana en la medida en que los elementos reales de lucha se han mecanizado más; la amenaza de la guerra química contra la población civil, además de contra el arma militar, pone en manos de los ejércitos del mundo unos instrumentos de crueldad de lo que solo los salvajes conquistadores del pasado se hubieran aprovechado. La diferencia entre los atenienses con sus espadas y sus escudos luchando en los campos de Maratón y los soldados que se enfrentaron con tanques, cañones, lanzallamas, gases tóxicos y granadas de mano en el frente occidental es la diferencia que hay entre el rito de la danza y la rutina del matadero. Una es la exhibición de la destreza y el valor con la posibilidad presente de la muerte; la otra es una exhibición de las artes de la muerte, con el casi accidental producto derivado de la destreza y el valor. Pero es en la muerte donde las poblaciones reprimidas y regimentadas vislumbran por vez primera la vida efectiva; y el culto de la muerte es un signo de su retroceso a lo primitivo corrompido.

Como reacción en contra del mecanismo, la guerra, más aun que el deporte de masas, ha incrementado el área de conflagración sin refrenar su avance. Sin embargo, mientras la maquina siga siendo un absoluto, la guerra representa para esta sociedad la suma de sus valores y compensaciones, pues la guerra lleva a la gente de nuevo a la tierra, le hace enfrentar la guerra con los elementos, desata las fuerzas brutas de su propia naturaleza, libera las normales cohibiciones de la vida social y permite un retorno a lo primitivo en el pensamiento y en el sentir, aun si después da pie al infantilismo en la obediencia ciega que impone, como ocurre en el arquetipo del padre con el arquetipo del hijo, que despoja a este ultimo de la necesidad de comportarse como una persona responsable y autónoma. El salvajismo que hemos asociado a los no civilizados aun, es también una formación reactiva que surge en los mecánicamente súper civilizados. A veces el mecanismo contra el cual tiene lugar la reacción es una moralidad apremiante o una regimentación social: en el caso de los pueblos occidentales lo que asociamos con la maquina es un medio demasiado estrechamente reglamentado. La guerra, como una neurosis, es la solución destructiva de una tensión insoportable y un conflicto entre los impulsos orgánicos y el código y las circunstancias que le impiden a uno satisfacerlos.

Esta unión destructiva de lo primitivo mecanizado y salvaje es la alternativa a una cultura madura y humanizada capaz de dirigir la máquina para el ensalzamiento de la vida personal y comunal. Si nuestra vida fuera un conjunto orgánico, esta escisión y esta perversión no serían posibles, pues el orden que hemos incorporado a las maquinas se vería mas completamente ejemplificado en nuestra vida personal y los impulsos primitivos que hemos desviado o reprimido con excesiva preocupación con dispositivos mecánicos tendrían salidas naturales en sus formas culturales apropiadas. En tanto empezamos a alcanzar esta cultura, sin embargo, la guerra seguirá siendo probablemente la sombra constante de la maquina: las guerras entre ejércitos nacionales, las guerras entre partidas, las guerras de clases y, tras todo ello, la incesante preparación para esas guerras mediante la instrucción militar y la propaganda. Una sociedad que ha perdido sus valores vitales tendera a crear una religión de la muerte y erigir un culto para adorarla: una religión no menos grata porque satisface al número creciente de paranoicos y sádicos que tal sociedad destrozada necesariamente produce.”

viernes, 16 de agosto de 2013

Lewis Mumford en las ciudades

Por José Ardillo Publicado en Diagonal Culturas
De nuevo es la editorial Pepitas de Calabaza la que nos sorprende con otro de los grandes libros del escritor norteamericano Lewis Mumford: La ciudad en la historia, obra de la que ya se conocía una antigua traducción al castellano, pero que la editorial riojana se ha ocupado de actualizar y revisar para ponerla a disposición del lector. Que un pequeño proyecto editorial siga insistiendo en editar lo mejor del legado de Mumford tiene su gracia, en un momento en que las universidades y los grandes bloques editoriales no parecen mostrar un particular interés en pensadores que escribieron su obra a contracorriente del siglo XX.
Mumford murió antes de poder asistir a la consolidación de la megalópolis informatizada en la que se ha convertido nuestro planeta. En las páginas finales de La ciudad en la historia, hablaba con inquietud e ironía de esa ciudad-oficina, gran centro burocratizado en torno al cual todos los restos de vida comunitaria y autónoma debían girar o ser aniquilados. En ese sentido, Mumford decepcionará a aquellos que en su libro busquen una confirmación para sus sueños de utopías urbanas. Ya a finales de los años 50 del pasado siglo Mumford constataba, en efecto, que las ciudades del occidente desarrollado habían emprendido un rumbo desbocado hacia la nada, empujando sus límites exteriores sin orden ni concierto, destruyendo la periferia y el ámbito rural y, por tanto, sembrando las semillas de su propia extinción.
En 1960, de forma serena, Mumford levanta el acta de defunción de la ciudad, no sólo como espacio físico, sino como proyecto de la modernidad. Porque Mumford no rechaza sin más la ciudad, no es un eremita que busca la salida al campo, el exilio, el retiro espiritual. La ciudad en la historia es tanto la condena de la ciudad industrial y postindustrial, como laapasionada defensa de lo que la ciudad pudo ser o hubiera podido ser si las ambiciones del Poder no hubieran actuado sobre el destino de la humanidad.
Pero Mumford no se deja llevar por un revisionismo al uso. Hay que recorrer las páginas de este libro para advertir su amor por las formas urbanas del pasado, viendo en ellas, como él pudo ver, la aspiración colectiva a una vida más bella y justa. Aspiración frustrada por las élites gobernantes, por el Estado naciente, por la Babilonia sin jardines, por la megalópolis amorfa de la era tecnológica... En el pasado de la ciudad, Mumford ve la realización de una idea y todas las dimensiones políticas y civiles de esta idea. En ese sentido, las páginas que dedica a Venecia son ejemplares. En
especial cuando modula su comentario acompañándolo de la Utopía de Tomás Moro. En efecto, la hermosa y rica Venecia no puede ocultar los desmanes e intrigas del poder, la guerra y la conspiración. Como Mumford señala, Venecia no aspiraba a ser la ciudad ideal pero... ¿lo era la utopía de Moro? Si Venecia muestra un colorido, variedad y abundancia teñidas de sangre y despotismo, la justa y cívica utopía de Moro asusta por su tétrica regimentación y su orden cerrado. Mumford no se engaña. Nos muestra siempre la tensión entre la realidad y el ideal. No oculta los elementos de su descubierta, los deja a la vista para que podamos interpretarlos libremente.

Pero en la evolución de las formas urbanas Mumford no deja de advertir una evolución del culto al poder centralizador. Poder militar y financiero, burocrático y policial. Es esto lo que nos seduce de su libro. La ciudad, a través de la historia, se va consolidando como centro indiscutible de poder y, para lograrlo, es necesario que asfixie todas las otras posibilidades de vida colectiva que subsisten a su alrededor.Evidentemente, los avances técnicos, con su régimen de explotación cada vez más intensivo de energía, permitirán que la ciudad se expanda de una forma inédita.
Las implicaciones estéticas que Mumford saca de estos cambios son fascinantes. El espacio urbano se amplia y traduce ese dominio que ahora ejercen las ciudades sobre el resto del orbe. Se rompen los límites, la perspectiva se dispara. A la abstracción en las formas estéticas seguirá la abstracción manifestada en las nuevas formas de acuñar moneda y medir el tiempo. Las líneas alargadas de las nuevas avenidas de la ciudad barroca mostrarán este gusto por el espacio sin límites.

En la historia narrada por Mumford, la ciudad avanza hacia la mecanización y la muerte de sus potencialidades más genuinas. Las páginas finales de su obra muestran una actualidad arrolladora porque la ciudad hipertrofiada e inhumana que describe es ya, en muchos aspectos, la ciudad misma en la que habitamos. Uno de los méritos de Mumford es el de permitirse hablar de la ciudad en términos “biológicos” o, como diríamos hoy, en términos de “sostenibilidad”. Siendo Mumford un discípulo de Patrick Geddes, no se le escapa que la ciudad es como un gran organismo vivo que necesita reponerse, descansar y recuperarse. La gran burocracia, los sueños de papel, apenas ocultan ese metabolismo frenético y despilfarrador que supone la gran ciudad moderna. Evacuación de residuos, abastecimiento de agua y energía, servicios de transporte... el fulgor de la ciudad depende de todo ello si quiere existir. Sus gestores parecen haberlo olvidado al diseñar la megalópolis que va absorbiendo todo lo que no es ciudad... como dice Mumford: “Esto señala el cambio de un sistema orgánico a un sistema mecánico, de un crecimiento con sentido a una expansión sin finalidad.”
Las páginas finales del libro de Mumford, donde nos habla del mito de la megalópolis son por todo ello una llamada a la sensatez. Sobre todo cuando nos avisan de que la Megalópolis se presenta como un gran cerebro y nos recuerdan que el cerebro no puede crecer a costa del cuerpo sin anunciar la catástrofe. En la época de internet, de la sociedad de la información y de la “economía inmaterial”, ¿no constituye todo ello un lúcido aviso que no deberíamos desoír?