Nota: Pensaba escribir un artículo donde intentaba explicar los orígenes
de esa pasión explotada hoy día por las grandes corporaciones, pensaba usar
unas citas del libro de Carl Sagan “Miles de millones”. Pero cuando empecé a
leer el capítulo, encontré que estaba tan bueno que decidí transcribirlo
integro.
Carl Sagan. Miles de millones. Biblioteca Bolsillo. 1ra Ed.
2000. Págs. 37-49
No podemos evitarlo. Cada año, al comenzar el otoño, las tardes de los
domingos y las noches de los lunes abandonamos todo para contemplar las
pequeñas imágenes en movimiento de 22 hombres que se acometen, caen, se
levantan y dan patadas a un objeto alargado hecho con la piel de un animal. De
vez en cuando, tanto los jugadores como los sedentarios espectadores son presa
de arrebatos de éxtasis o de desesperación ante el desarrollo del partido. Por
todo el territorio estadounidense, personas (casi exclusivamente hombres) con
la mirada fija en la pantalla de cristal vitorean o gruñen al unísono. Dicho
así parece, sin embargo, una estupidez, pero una vez que nos aficionamos a ello
resulta difícil resistirse. Lo sé por experiencia.
Los atletas corren, saltan, golpean, tiran, lanzan, chutan, se
agarran..., y es emocionante ver a seres humanos hacerlo tan bien. Luchan hasta
caer al suelo. Se afanan en recoger o golpear con un palo o con el pie algo de
color pardo o blanco que se mueve con rapidez.
En algunos juegos, tratan de
dirigir esa cosa hacia lo que llaman «portería»; en otros, los participantes
salen corriendo y luego vuelven a «casa». El trabajo en equipo lo es casi todo,
y admiramos cómo encajan las diferentes partes para formar un conjunto
maravilloso.
Ahora bien, la mayoría de nosotros no nos ganamos la vida con estas
destrezas. ¿Por qué nos atrae tanto ver a otros correr o chutar? ¿Por qué es
transcultural esta necesidad? (Los antiguos egipcios, los persas, los romanos,
los mayas y los aztecas también jugaban a la pelota; el polo es de origen
tibetano.)
Hay estrellas del deporte que ganan cincuenta veces el salario anual
del presidente de Estados Unidos; los hay que, tras retirarse, consiguen ser
elegidos para ocupar altos cargos. Son héroes nacionales. ¿Por qué,
exactamente? Existe aquí algo que trasciende la diversidad de los sistemas políticos,
sociales y económicos. Algo muy antiguo.
La mayor parte de los principales deportes se hallan asociados con una
nación o con una ciudad y son símbolo de patriotismo y de orgullo cívico.
Nuestro equipo nos representa —en tanto pueblo— frente a otros individuos de
algún lugar diferente, habitado por seres extraños y, quizás, hostiles. (Cierto
que la mayoría de «nuestros» jugadores no son realmente «nuestros». Se trata de
mercenarios que, sin reparo alguno, abandonan el equipo de una ciudad para ingresar
en el rival: un jugador de los Pirates [piratas] de Pittsburgh se convierte en
miembro de los Angels [ángeles] de California; un integrante de los Padres de
San Diego asciende a la categoría de miembro de los Cardinals [cardenales] de
St. Louis; un Warrior [guerrero] de California es coronado como uno más de los
Kings [reyes] de Sacramento. En ocasiones, todo un equipo emigra a otra
ciudad.)
Una competición deportiva es un conflicto simbólico apenas
enmascarado. No se trata de ninguna novedad. Los cherokee llamaban «hermano
pequeño de la guerra» a su propia versión de lacrosse *. Y ahí están las
palabras de Max Rafferty, ex superintendente de instrucción pública de
California, quien, tras calificar a los enemigos del fútbol americano
universitario de «imbéciles, inútiles, rojos y melenudos extravagantes y
charlatanes», llegó a decir: «Los futbolistas [...] poseen un espléndido
espíritu combativo que es América misma.» (Merece la pena reflexionar sobre la cuestión.)
A menudo se cita la opinión del difunto entrenador Vince Lombardi,
quien afirmó que lo único que importa es ganar. George Allen, ex entrenador de
los Redskins [pieles rojas] de Washington, lo expresó de esta manera: «Perder
equivale a morir.»
Hablamos de ganar y perder una guerra con la misma naturalidad con que
se habla de ganar y perder un partido. En un anuncio televisivo del ejército
norteamericano aparece un carro de combate que destruye a otro en unas
maniobras, después de lo cual el jefe del vehículo victorioso dice: «Cuando
ganamos, no gana una sola persona, sino todo el equipo.» La relación entre
deporte y combate resulta por demás clara. Los fans (abreviatura de
«fanáticos») llegan a cometer toda clase de desmanes, incluso a matar, cuando
se sienten vejados por la derrota de su equipo, se les impide celebrar la victoria o consideran que el árbitro
ha cometido una injusticia.
En 1985, la primera ministra británica no pudo por menos que denunciar
la conducta agresiva de algunos de sus compatriotas aficionados al fútbol, que
atacaron a grupos de seguidores italianos por haber tenido la desfachatez de
aplaudir a su propio equipo. Las tribunas se vinieron abajo y murieron docenas
de personas. En 1969, después de tres encarnizados partidos de fútbol, carros de
combate de El Salvador cruzaron la frontera de Honduras y bombarderos de aquel
país atacaron puertos y bases militares de éste. En esta «guerra del fútbol»,
las bajas se contaron por millares.
Las tribus afganas jugaban al polo con las cabezas cortadas de sus
enemigos, y hace 600 años, en lo que ahora es Ciudad de México, había un campo
de juego donde, en presencia de nobles revestidos de sus mejores galas,
competían equipos uniformados. El capitán del equipo perdedor era decapitado y
su cráneo expuesto con los de sus antecesores (se trataba, probablemente, del más
apremiante de los acicates).
Supongamos que, sin tener nada mejor que hacer, saltamos de un canal
de televisión a otro sirviéndonos del mando a distancia y aparece una
competición en la que no estemos emocionalmente interesados, como puede ser un
partido amistoso de voleibol entre Birmania y Tailandia. ¿Cómo decide uno por
qué equipo se inclina? Ahora bien, ¿por qué inclinarse por uno u otro, por qué
no disfrutar sencillamente del juego? A la mayoría nos cuesta adoptar esta postura
neutral. Queremos participar en el enfrentamiento, sentirnos partidarios de un
equipo. Simplemente nos dejamos arrastrar y nos inclinamos por uno de los competidores:
«¡Hala, Birmania! » Es posible que en un principio nuestra lealtad oscile,
primero hacia un equipo y luego hacia el otro. A veces optamos por el peor.
Otras, vergonzosamente, nos pasamos al ganador si el resultado es previsible
(cuando en un torneo un equipo pierde a menudo suele ser abandonado por muchos
de sus seguidores). Lo que anhelamos es una victoria sin esfuerzo. Deseamos
participar en algo semejante a una pequeña guerra victoriosa y sin riesgos.
En 1996, Mahmoud Abdul-Rauf, base de los Nuggets [pepitas de oro] de
Denver, fue suspendido por la NBA. ¿Por qué? Pues porque Abdul-Rauf se negó a
guardar las supuestas debidas formas durante la interpretación prescriptiva del
himno nacional. La bandera de Estados Unidos representaba para él un «símbolo
de opresión» ofensivo para su fe musulmana. La mayoría de los demás jugadores
defendieron el derecho de Abdul-Rauf a expresar su opinión, aunque no la compartían.
Harvey Araton, prestigioso comentarista deportivo de The New York Times, se
mostró extrañado. Interpretar el himno nacional en un acontecimiento deportivo
«es, reconozcámoslo, una tradición absolutamente idiota en el mundo de hoy»,
explicó, «al contrario de cuando surgió, al comienzo de los partidos de béisbol
durante la Segunda Guerra Mundial, nadie acude a un acontecimiento deportivo
como expresión de patriotismo». En contra de esto, yo diría que los
acontecimientos deportivos tienen mucho que ver con cierta forma de patriotismo
y de nacionalismo.
Los primeros certámenes atléticos organizados de que se tiene noticia
se celebraron en la Grecia preclásica hace 3.500 años. Durante los Juegos
Olímpicos originarios las ciudades-estado en guerra hacían una tregua. Los
Juegos eran más importantes que las contiendas bélicas. Los hombres competían desnudos. No se permitía la presencia de
espectadoras. Hacia el siglo VIII a. de C., los Juegos Olímpicos consistían en
carreras (muchísimas), saltos, lanzamientos diversos (incluyendo el de
jabalina) y lucha (a veces a muerte). Aunque pruebas individuales, son un claro
antecedente de los modernos deportes de equipo.
También lo es la caza de baja tecnología. Tradicionalmente, la caza se
considera un deporte siempre y cuando uno no se coma lo que captura (requisito
de cumplimiento mucho más fácil para los ricos que para los pobres). Desde los
primeros faraones, la caza ha estado asociada con las aristocracias militares.
El aforismo de Oscar Wilde acerca de la caza británica del zorro, «lo indecible
en plena persecución de lo incomible», expresa el mismo concepto dual. Los precursores
del fútbol, el hockey, el rugby y deportes similares eran desdeñosamente denominados
«juegos de la chusma», pues se los consideraba sustitutos de la caza, vedada a aquellos
jóvenes que tenían que trabajar para ganarse la vida.
Las armas de las primeras guerras tuvieron que ser útiles cinegéticos.
Los deportes de equipo no son sólo ecos estilizados de antiguas contiendas,
sino que satisfacen también un casi olvidado impulso cazador. Las pasiones que
despiertan los deportes son tan hondas y se hallan tan difundidas que es muy
probable que estén impresas ya no en nuestro cerebro, sino en nuestros genes.
Los 10.000 años transcurridos desde la introducción de la agricultura no bastan
para que tales predisposiciones se desvanezcan. Si queremos entenderlas,
debemos remontarnos mucho más atrás.
La especie humana tiene centenares de miles de años de antigüedad (la
familia humana, varios millones). Hemos llevado una existencia sedentaria
—basada en la agricultura y en la domesticación de animales— sólo durante el
último 3 % de este periodo, el que corresponde a la historia conocida. En el 97
% inicial de nuestra presencia en la Tierra cobró existencia casi todo lo que
es característicamente humano. Así, un poco de aritmética acerca de nuestra
historia sugiere que las pocas comunidades supervivientes de
cazadores-recolectores que no han sido corrompidas por la civilización pueden
decirnos algo sobre aquellos tiempos.
Tenemos que considerar, pues, que durante millones de años nuestros
antepasados varones fueron nómadas que lanzaban piedras contra las palomas,
corrían tras las crías de antílope y las derribaban a fuerza de músculos, o
formaban una sola línea de cazadores que gritando y corriendo trataban de
espantar una manada de jabalís verrugosos. Sus vidas dependían de la destreza
cinegética y del trabajo en equipo. Gran parte de su cultura estaba tejida en
el telar de la caza. Los buenos cazadores eran también buenos guerreros. Luego,
tras un largo periodo —tal vez unos cuantos miles de siglos—, muchos varones
iban a nacer con una predisposición natural para la caza y el trabajo en
equipo. ¿Por qué? Porque los cazadores incompetentes o faltos de entusiasmo
dejaban menos descendencia.
No creo que el modo de aguzar la punta de piedra de una lanza o de
emplumar una flecha esté impreso en nuestros genes, pero apuesto a que sí lo
está la atracción por la caza. La selección natural contribuyó a hacer de
nuestros antepasados unos soberbios cazadores.
La más clara prueba del éxito del estilo de vida del
cazador-recolector es el simple hecho de que se extendió por seis continentes y
duró millones de años (por no mencionar las tendencias cinegéticas de primates
no humanos). Estos números hablan con elocuencia.
Tales inclinaciones tienen que seguir presentes en nosotros después de
10.000 generaciones en las que matar animales fue nuestro valladar contra la
inanición. Y ansiamos ejercerlas, aunque sea a través de otros. Los deportes de
equipo proporcionan una vía.
Una parte de nuestro ser anhela unirse a una minúscula banda de
hermanos en un empeño osado e intrépido. Podemos advertirlo incluso en los
videojuegos y juegos de rol tan populares entre los varones preadolescentes y
adolescentes. Todas las virtudes masculinas tradicionales — laconismo, maña,
sencillez, precisión, estabilidad, profundo conocimiento de los animales, trabajo
en equipo, amor por la vida al aire libre— eran conductas adaptativas en
nuestra época de cazadores-recolectores.
Todavía admiramos estos rasgos, aunque casi hemos olvidado por qué.
Al margen de los deportes, son escasas las vías de escape accesibles.
En nuestros varones adolescentes aún podemos reconocer al joven cazador, al
aspirante a guerrero: salta por los tejados, conduce una moto sin casco,
alborota en la celebración de una victoria deportiva. En ausencia de una mano firme, es posible que esos antiguos instintos se
desvíen un tanto (aunque nuestra tasa de homicidios sigue siendo
aproximadamente la misma que la de los cazadores recolectores supervivientes).
Tratamos de que ese afán residual por matar no se vuelque en seres humanos,
algo que no siempre conseguimos.
Me preocupa lo poderosos que pueden llegar a ser los instintos de la
caza. Me inquieta que el fútbol de la noche del lunes no sea una vía de escape
suficiente para el cazador moderno para ellos mismos por varias razones: porque
sus economías solían ser saludables (muchos disponían de más tiempo libre que nosotros); porque, como nómadas, tenían
escasas posesiones y apenas conocían el hurto y la envidia; porque consideraban
la codicia y la arrogancia no ya males sociales, sino algo muy próximo a la
enfermedad mental; porque las mujeres poseían un auténtico poder político y
tendían a constituir una influencia estabilizadora y apaciguadora antes de que
los chicos varones echaran mano de sus flechas envenenadas, y porque, cuando se
cometía un delito serio —un homicidio, por ejemplo— era el grupo quien,
colectivamente, juzgaba y castigaba.
Muchos cazadores-recolectores organizaron democracias igualitarias. No
había jefes. No existía una jerarquía política o corporativa por la que soñar
en ascender. No había nadie contra quien rebelarse.
Así pues, varados como estamos a unos cuantos centenares de siglos de
donde deberíamos estar, y viviendo como vivimos, aunque no por culpa nuestra,
una época de contaminación ambiental, jerarquía social, desigualdad económica,
armas nucleares y perspectivas menguantes, con las emociones del pleistoceno
pero sin las salvaguardias sociales de entonces, quizá pueda perdonársenos un
poco de fútbol el lunes por la noche.
* Juego de origen canadiense en el que se utilizan raquetas de mango largo para atrapar, llevar o lanzar lapelota a la portería del adversario. (N. del T.)
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