Como enseñaba Claude
Lévi-Strauss, técnica y cultura son las dos dimensiones irreductibles de toda
sociedad humana. Gracias a la primera, centrada en la fabricación de
instrumentos, los hombres ganan penosa y paulatinamente terreno a la naturaleza,
transformando un medio hostil en utilidad y adaptándose a él para poder
habitarlo y sobrevivir a su inhospitalidad; gracias a la segunda, cuyo núcleo
es el lenguaje, erigen un mundo propio, un orden simbólico de significaciones
en el que emergen esas "inutilidades" específicas que son los ritos
funerarios, la moral o las obras de arte. Y seguramente forma también parte de
esta enseñanza el hecho de que no estamos en condiciones de elegir una de esas
dos dimensiones en detrimento de la otra. Se ha dicho muchas veces que vivimos
en una civilización dominada por la tecnología, y es cierto que la tecnología
es algo diferente de la técnica; lo es aún más cuando toda una época histórica
la convierte en su principio directivo, puesto que se trata de una lógica que
mira únicamente a la eficacia de los resultados, que entiende sólo de medios y
es ciega para los fines, y que al volverse hegemónica se independiza de la
esfera discursiva de los asuntos humanos y se vuelve cálculo contable, poniendo
en marcha un proceso destructivo que esclaviza y mecaniza a los hombres,
convirtiéndolos en simples engranajes sometidos a una racionalidad
"superior", cruel e incomprensible, autodefinida por las necesidades
inmanentes del sistema. Conocemos las encarnaciones de esta Megamáquina (por
decirlo con las palabras de Lewis Mumford), desde la erección de pirámides y
zigurats en los imperios despóticos arcaicos hasta los refinamientos modernos y
positivistas de la "racionalización burocrática" (Max Weber), de la "sociedad
disciplinaria" (Michel Foucault) o de la "administración total"
(Adorno), ferozmente caricaturizadas por los doctores Mabuse y Caligari, por el Hermano
Mayor de Orwell, por el "control mental" del William Burroughs y,
rayando en lo genial, por los Tiempos modernosde
Chaplin.
Pero no es menos cierto que también sabemos hasta qué punto
la defensa romántica de lo "natural", de lo "orgánico" y
hasta de lo "humano" frente a la máquina, y el enaltecimiento de la
"cultura", de la "identidad" o de la "lengua",
lejos de servir de freno a las cadenas de la Megamáquina, encajaron
perfectamente en esos monumentos siniestros de la racionalidad instrumental que
fueron los totalitarismos del siglo XX, cuya sombra se extendió sobre el
"mundo libre" en la época de disuasión termonuclear hasta tal punto
que no siempre resultaba fácil distinguirlo de ellos. Y, como nos muestran aún
con una ingenuidad descarada las metáforas recurrentes de Marinetti y sus
contemporáneos, en las cuales las fronteras entre lo vivo y lo mecánico se difuminan
constantemente, el mundo nacido de aquellas catástrofes parece caracterizarse
más bien por una oscura y escurridiza continuidad entre lo biológico y lo
tecnológico, entre lo cultural y lo técnico, que define algunos de los híbridos
que mejor caracterizan nuestros tiempos, como la biotecnología, la biopolítica
o la bioética. Las mutaciones contemporáneas de la técnica y la cultura han
hecho que aquellas grandes máquinas, que en otro tiempo constituyeron temibles
y reales amenazas, hayan llegado a ser para nosotros hoy casi un anacronismo,
pues es como si tanto la gran pirámide burocrática como la cadena de montaje de
Henry Ford y la sala de montaje de su tocayo John, tanto el coro de bailarinas
de Broadway como los rascacielos de Manhattan, tanto la cadena de mandos de los
grandes ejércitos como la torre Eiffel, se hubieran desintegrado en una red
desjerarquizada, dispersa, deslocalizada y descentralizada -a la cual sirven de
soporte imaginario tanto Internet y sus redes sociales como Al Qaeda y su fantasmal
anti-organización- que ha fomentado la obsolescencia de aquellos
macroordenadores que llenaban las pantallas cinematográficas de las películas
de ciencia-ficción de la década de 1960 al mismo tiempo que la hipertrofia de
la nanotecnología, no solamente en la proliferación de dispositivos portátiles
o manuales de comunicación, sino también en la de microprocesadores implantados
en los organismos vivos que desafían los límites entre lo nacido y lo
prefabricado. De tal manera que el ocaso de lo humano ya no reviste para
nosotros la forma de la conversión de los cuerpos civiles en piezas de una
hiper-máquina gigantesca, sino la de su desnaturalización por la invasión de
esos microorganismos colonizadores que reorganizan localmente y desde el
interior sus funciones y redefinen su estructura de forma puntual y variable
según las circunstancias.
Hemos aprendido por tanto un nuevo
miedo: el de la disolución de las estructuras piramidales por efecto de la
desregulación, la centrifugación y la destrucción de todos aquellos seres
titánicos que, como las Torres Gemelas (que Mumford consideraba con razón como
un vacuo "homenaje al gigantismo"), han sido derribados por los
nuevos amos del mundo dejando una zona cero entregada a las "micromáquinas"
de los salteadores de caminos y en la que ya nadie se atreve a edificar. En las
últimas páginas de La ciudad
en la historia, Mumford
atisbaba la posibilidad de un "final de las ciudades" como esos
lugares de acogida para los extranjeros exiliados de su cultura y de sus
técnicas. Un final que no venía de la mano de una "gran máquina"
sino, al contrario, de lo que Patrick Geddes llamó la conurbación, un "tejido urbano relativamente
indiferenciado, sin relación alguna con un núcleo interiormente coherente o con
un límite exterior de cualquier clase", como un ejército derrotado y
desorganizado, sin jefes, que huye en todas direcciones al grito de
"Sálvese quien pueda". Y, si Geddes estaba en lo cierto al suponer
que existe una estrecha conexión entre la disposición espacial del hábitat y
los modos de vida de los habitantes, puede que el crecimiento de esta periferia
descualificada defina también unas circunstancias culturales y técnicas
inquietantes, no solamente para el porvenir de las ciudades, sino de la
ciudadanía que conformaba su razón de fondo. Pues así como la conurbación no
parece una alternativa a la polis (ese sitio en donde los hombres se
reúnen, no ya para sobrevivir, sino para intentar llevar una vida digna, libre
y feliz), tampoco la tecnocultura parece una alternativa creíble a la política.
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