Esta
semana acoge Londres una reunión de obsesos de la informática, políticos y
planificadores urbanos de todo el mundo. En el congreso Urban Age [Era Urbana]
discutirán la última idea genial de la alta tecnología, la "ciudad
inteligente". Más allá de programar el tráfico, los ordenadores de la
ciudad inteligente calcularán dónde pueden ubicarse oficinas y tiendas con la
máxima eficiencia, dónde tendría que dormir la gente, y cómo deberían encajar
todas las piezas de la vida urbana. ¿Ciencia ficción? Se están construyendo
ciudades inteligentes en Oriente Medio y en Corea; se han convertido en
modelo de promotores inmobiliarios en China y de reurbanización en Europa.
Gracias a la revolución digital, por fin se puede poner bajo control la vida en
las ciudades. ¿Pero es esto algo bueno?
No hay que
ser un romántico para dudarlo. En la década de 1930, el urbanista
norteamericano Lewis Mumford previó el desastre que entrañaba la
"planificación científica" del transporte, encarnada en la autopista
supereficiente que asfixiaba a la ciudad. Al crítico de arquitectura suizo,
Sigfried Giedion, le preocupaba que tras la II Guerra Mundial las eficientes
tecnologías de la construcción produjeran un paisaje sin alma de cristal, acero
y cajas de cemento. Ciudades inteligentes de ayer, pesadillas de hoy.
El debate
sobre lo que es buena ingeniería ha cambiado hoy en día porque la tecnología
digital ha desplazado el enfoque tecnológico al procesamiento de información;
esto puede darse en ordenadores portátiles ligados a "nubes", o en
centros de mando y control. El peligro estriba ahora en que puede que esta
ciudad de opulencia informativa no haga nada para ayudar a que la gente piense
por sí misma o se comunique bien con otras personas.
Imagínese
que es usted un planificador jefe frente a una pantalla de ordenador en
blanco y que puede diseñar una ciudad desde su inicio, con libertad para
incorporar a su diseño cualquier elemento de alta tecnología. Podría acabar
creando Masdar, en los Emiratos Árabes Unidos, o Songdo, en Corea del Sur. Hay
dos versiones de esta pasmosa ciudad inteligente: Masdar, la más famosa o
infame; Songdo, la más fascinante de modo perverso.
Masdar es
una ciudad a medio construir surgida en el desierto, cuya planificación –
supervisada por un maestro de arquitectos como es Norman Foster – diseña de
modo integral las actividades de la ciudad, mientras la tecnología sigue de
cerca y regula las funciones desde un lugar de mando centralizado. La ciudad se
concibe en términos “fordistas”, es decir, cada actividad tiene su lugar y
momento adecuados. Los urbanitas se convierten en consumidores de opciones
trazadas para ellos mediante estimaciones previas de dónde comprar o conseguir
un médico con absoluta eficiencia. No hay estimulación mediante prueba y error;
la gente se aprende la ciudad de modo pasivo. "De fácil uso"
significa en Masdar escoger opciones de menú, en lugar de crear el menú.
Crear un
menú propio, tuyo y nuevo, entraña, como si dijéramos, estar en el lugar
equivocado en el momento equivocado. En el Boston de mediados del siglo XX, por
ejemplo, con sus nuevas "industrias cerebrales" desarrolladas en
lugares en los que los planificadores nunca imaginaron que podrían surgir.
Masdar – como el nuevo "barrio de las ideas" en torno a Old Street –
asume por el contrario un sentido de clarividencia de lo que debería surgir en
según dónde. La ciudad inteligente está en exceso zonificada, desafiando el
hecho de que el verdadero desarrollo de las ciudades se da a menudo por azar, o
entre las rendijas de lo que está permitido.
Songdo
representa una pasmosa ciudad inteligente – enormes bloques de vivienda,
limpios y eficientes, se alzan a la sombra de los montes orientales de Corea
del Sur, como un desaforado polígono de viviendas británico de los 60 –, sólo
que hoy la calefacción, seguridad, aparcamiento y reparto están controlados por
el "cerebro" central de Songdo. Las enormes unidades de vivienda no
están concebidas como estructuras con individualidad alguna en sí mismas, y
tampoco se busca que el conjunto de estos edificios sin rostro le dé un sentido
al lugar.
La
arquitectura uniforme no produce necesariamente un entorno muerto, si hay
cierta flexibilidad sobre el terreno; en Nueva York, por ejemplo, a lo largo de
secciones de la Tercera Avenida, monótonas torres residenciales se subdividen
al nivel de la calle en pequeñas e irregulares tiendas y cafés; dan una
sensación de vecindario. Pero en Songdo, al carecer de ese principio de
diversidad dentro del bloque, no se puede aprender nada caminando por las
calles.
Un modo
más inteligente de crear una ciudad inteligente es el que se encuentra en el
trabajo que se lleva actualmente a cabo en Río de Janeiro. Río tiene una larga
historia de crecidas devastadoras, que empeoran socialmente la extendida
pobreza y delincuencia violenta. En el pasado, la gente sobrevivía gracias al
complejo tejido de la vida local; las nuevas tecnologías de la información les
ayudan hoy, de un modo muy distinto al de Masdar y Songdo. Con dirección de IBM
y aportaciones de Cisco y otros subcontratistas, se han aplicado tecnologías
para predecir desastres físicos, para coordinar respuestas a las crisis del
tráfico, y a organizar la labor policial contra la delincuencia. El principio
que opera aquí es el de coordinación, más que, como en Masdar y Songdo, el de
prescripción.
Pero, ¿no
es injusta esta comparación? ¿No preferiría la gente de las favelas, de
poder elegir, un lugar previamente organizado, ya planificado en el que vivir?
Al fin y al cabo, todo funciona en Songdo. Gran número de investigaciones
realizadas en el último decenio, en ciudades tan distintas como Mumbai y
Chicago, sugieren que una vez que funcionan los servicios básicos, la
gente no valora la eficiencia ante todo; lo que quieren es calidad de
vida. Un GPS portátil, por ejemplo, no te va a proporcionar sentido de
comunidad. Lo que es más, la perspectiva de una ciudad en orden no ha supuesto
un cebo para la emigración voluntaria, ni a las ciudades europeas en el pasado
ni hoy en día a las ciudades desparramadas de América del Sur y Asia. Cuando la
gente puede escoger, prefiere una ciudad más abierta, indeterminada en la que
abrirse camino; es así cómo se hacen dueños de su vida.
Nada
maligno hay en la convención sobre la ciudad inteligente que acoge Londres esta
semana. La tecnología es una gran herramienta cuando se usa de manera
receptiva, como en Río. Pero una ciudad no es una máquina; como en Masdar y
Songdo, esta versión de la ciudad puede insensibilizar y aturdir a la gente que
vive en su eficiente abrazo. Queremos ciudades que funcionen suficientemente
bien, pero abiertas a los cambios, incertidumbres y desbarajustes que
constituyen la vida real.
Richard
Sennett,
uno de los sociólogos contemporáneos más reputados, es profesor de Sociología
en la London School of Economics y de Ciencias Sociales en el Massachusetts
Institute of Technology.
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