Ha
ocurrido un ataque químico en una población Siria. Mientras la ONU investiga, el
mundo occidental resuenan los tambores de guerra soñando con una posible invasión
a este país. ¿Que es la guerra?, ¿por qué este culto insano a la muerte?. Veamos que escribía Lewis
Mumford en 1934 sobre la guerra, mucho antes que la máquina alcanzara las proporciones
tecnológicas que ha logrado, pero las conclusiones son válidas aun como lo
fueron cuando se escribieron.
Lewis Mumford, Técnica y Civilización (1934) Alianza Editorial. Primera edición en “Alianza
Universidad”: 1971. Quinta reimpresión en “Alianza Universidad”: 1992. Págs.
329-332
“En
las sociedades modernas es corriente el conflicto, una de cuyas
representaciones especiales institucionalizadas
es la guerra. Además es inevitable cuando la sociedad ha alcanzado un cierto
grado de diferenciación, puesto que la ausencia de conflicto supondría una
conformidad que solo existe en los placentarios entre los embriones y sus
progenitores hembra. El deseo de realizar este tipo de unidad es una de las características
reaccionarias más patentes de los estados totalitarios y de intentos similares de
tiranía en grupos más reducidos.
Mas
la guerra es esa forma particular de conflicto que no pretende resolver los
puntos de desacuerdo, sino aniquilar físicamente a los defensores de los puntos
de vista contrarios o bien obligarlos a someterse por la fuerza. Y si bien el
conflicto es un incidente inevitable en cualquier sistema activo de cooperación,
al que hay que dar la bienvenida por las saludables variaciones y
modificaciones que aporta, la guerra es desde luego una perversión
especializada de conflicto, legada quizá por los grupos cazadores más
depredadores; y ha dejado de ser un fenómeno eterno y necesario, como ha dejado
de serlo el canibalismo y el infanticidio.
La
guerra difiere en escala, intención, calidad mortífera y frecuencia con el tipo
de sociedad; recorre todas las formas desde la guerra con predominio ritual de
muchas sociedades primitivas hasta las feroces matanzas cometidas de tiempo en
tiempo por barbaros conquistadores como GengisKan y los combates sistemáticos
entre naciones enteras que ahora ocupan tanto tiempo y atención de los países
industriales “adelantados” y “pacíficos”. Los impulsos hacia la destrucción no
han disminuido de ninguna manera con el progreso en los medios; en realidad hay
alguna razón para pensar que nuestros antepasados primitivos recolectores de alimentos, antes de inventar las armas que les
ayudaron en la caza, fueron más pacíficos en sus costumbres que sus
descendientes más civilizados. A medida que la guerra aumento en
destructividad, el elemento deportivo se ha hecho menor. Cuenta la leyenda de
un antiguo conquistador que rechazo con desprecio la toma de una ciudad por
sorpresa de noche porque hubiera sido demasiado fácil y le hubiera quitado toda
la gloria: hoy un ejército bien organizado trata de exterminar al enemigo con
el fuego de la artillería antes de avanzar para tomar la posición de exterminar
al enemigo con el fuego de la artillería antes de avanzar para tomar la posición.
En
casi todas sus manifestaciones, sin embargo, la guerra indica un retroceso
hacia un patrón psíquico infantil por parte del pueblo que no puede resistir
por más tiempo la tensión exigente de la vida en grupos, con todas las
necesidades de compromiso, de toma y daca, de vivir y dejar vivir, el entendimiento
y la comprensión que pide la vida y con todo lo que supone de complejidades y
de ajuste. Tratan de desatar el nudo con el cuchillo y el fusil. Pero mientras
las guerras nacionales hoy son esencialmente competiciones en las que el campo
de batalla toma el lugar del mercado, la habilidad de la guerra en dirigir la
lealtad y los intereses de toda la población subyacente reside en parte en sus peculiares
reacciones psicológicas: proporciona una salida y una relación emocional. “El
arte degradaba, la imaginación denegaba —como dice Blake—, la guerra gobernaba
las naciones”.
Pues
la guerra es el drama supremo de una sociedad completamente mecanizada; y lleva
una ventaja sobre todas las demás formas de deporte de masas en las que se mimetizan
las actitudes de la guerra; la guerra es real, en tanto en los otros deportes
de masas existe un elemento de simulación: aparte las excitaciones del juego o
las perdidas en las apuestas, no tiene real importancia quien sea victorioso.
En la guerra, no cabe duda en cuanto a la realidad, el éxito puede traer la
recompensa de la muerte con la misma seguridad que el fracaso, y puede llevarla
al más lejano espectador como a los gladiadores en el centro de la vasta arena
de las naciones.
Pero
la guerra, para los que realmente están en el combate, aporta asimismo una liberación
de los sórdidos motivos de hacer beneficios y del egoísmo que gobiernan las
formas que prevalecen de las empresas de negocios, incluido el deporte: la acción
tiene el significado del auténtico drama. Y en cuanto la guerra es una de las
principales fuentes de mecanismo, y su instrucción militar y su regimentación
constituyen el verdadero modelo del esfuerzo industrial al estilo antiguo,
suministra mejor que el campo de deportes las compensaciones necesarias a esta
rutina. La preparación del soldado, la parada, la elegancia y el brillo del
equipo y del uniforme, el movimiento preciso de grandes masas de hombres, el sonar de los clarines,
el redoble de los tambores, el ritmo de la marcha, y después, ya en la batalla
misma, la explosión final del esfuerzo en el bombardeo y en la carga, prestan una
grandeza moral y una estética a todo el conjunto. La muerte o la mutilación del
cuerpo da al drama el elemento de sacrificio trágico, como el que se oculta
bajo el exterior de muchos rituales de religiones primitivas: el esfuerzo se ve
santificado e intensificado por el grado del holocausto. En los pueblos que han
perdido los valores de la cultura y no pueden ya responder con interés y comprensión
a los símbolos de la misma, el abandono de todo el proceso y la regresión a
creencias toscas y a dogmas no racionales, se ve poderosamente favorecida por
los procesos de la guerra. Si no existiera realmente un enemigo, sería
necesario inventarlo, con el fin de favorecer este desarrollo.
Así,
pues, la guerra rompe el tedio de una sociedad mecanizada y la descarga de la mezquindad y la prudencia de
sus esfuerzos cotidianos, concentrando hasta el último grado la mecanización de
los medios de producción y el vigor opuesto de los estallidos vitales
desesperados. La guerra permite la exhibición extrema de lo primitivo al mismo
tiempo que deifica lo mecánico. En la guerra moderna, lo primitivo absoluto y
la maquinaria de reloj son una sola cosa.
A
la vista de sus productos finales —los muertos, los mutilados, los dementes,
las regiones devastadas, los recursos quebrantados, la corrupción moral, los
odios y la rufianería antisociales—, la guerra es la más desastrosa salida de
los impulsos reprimidos de la sociedad que se haya ideado. Las consecuencias
funestas han crecido en magnitud y en miseria humana en la medida en que los
elementos reales de lucha se han mecanizado más; la amenaza de la guerra química
contra la población civil, además de contra el arma militar, pone en manos de
los ejércitos del mundo unos instrumentos de crueldad de lo que solo los
salvajes conquistadores del pasado se hubieran aprovechado. La diferencia entre
los atenienses con sus espadas y sus escudos luchando en los campos de Maratón
y los soldados que se enfrentaron con tanques, cañones, lanzallamas, gases tóxicos
y granadas de mano en el frente occidental es la diferencia que hay entre el
rito de la danza y la rutina del matadero. Una es la exhibición de la destreza
y el valor con la posibilidad presente de la muerte; la otra es una exhibición
de las artes de la muerte, con el casi accidental producto derivado de la
destreza y el valor. Pero es en la muerte donde las poblaciones reprimidas y
regimentadas vislumbran por vez primera la vida efectiva; y el culto de la
muerte es un signo de su retroceso a lo primitivo corrompido.
Como
reacción en contra del mecanismo, la guerra, más aun que el deporte de masas,
ha incrementado el área de conflagración sin refrenar su avance. Sin embargo,
mientras la maquina siga siendo un absoluto, la guerra representa para esta
sociedad la suma de sus valores y compensaciones, pues la guerra lleva a la
gente de nuevo a la tierra, le hace enfrentar la guerra con los elementos,
desata las fuerzas brutas de su propia naturaleza, libera las normales
cohibiciones de la vida social y permite un retorno a lo primitivo en el
pensamiento y en el sentir, aun si después da pie al infantilismo en la obediencia
ciega que impone, como ocurre en el arquetipo del padre con el arquetipo del
hijo, que despoja a este ultimo de la necesidad de comportarse como una persona
responsable y autónoma. El salvajismo que hemos asociado a los no civilizados
aun, es también una formación reactiva que surge en los mecánicamente súper
civilizados. A veces el mecanismo contra el cual tiene lugar la reacción es una
moralidad apremiante o una regimentación social: en el caso de los pueblos
occidentales lo que asociamos con la maquina es un medio demasiado
estrechamente reglamentado. La guerra, como una neurosis, es la solución
destructiva de una tensión insoportable y un conflicto entre los impulsos orgánicos
y el código y las circunstancias que le impiden a uno satisfacerlos.
Esta
unión destructiva de lo primitivo mecanizado y salvaje es la alternativa a una
cultura madura y humanizada capaz de dirigir la máquina para el ensalzamiento
de la vida personal y comunal. Si nuestra vida fuera un conjunto orgánico, esta
escisión y esta perversión no serían posibles, pues el orden que hemos
incorporado a las maquinas se vería mas completamente ejemplificado en nuestra vida
personal y los impulsos primitivos que hemos desviado o reprimido con excesiva preocupación
con dispositivos mecánicos tendrían salidas naturales en sus formas culturales
apropiadas. En tanto empezamos a alcanzar esta cultura, sin embargo, la guerra seguirá
siendo probablemente la sombra constante de la maquina: las guerras entre ejércitos
nacionales, las guerras entre partidas, las guerras de clases y, tras todo
ello, la incesante preparación para esas guerras mediante la instrucción
militar y la propaganda. Una sociedad que ha perdido sus valores vitales
tendera a crear una religión de la muerte y erigir un culto para adorarla: una religión
no menos grata porque satisface al número creciente de paranoicos y sádicos que
tal sociedad destrozada necesariamente produce.”
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