Por Luis Araquistain. Publicado en filosofia.org
La primera impresión de los Estados Unidos es de aturdimiento. Estamos en el reino de la cantidad. Todo es grande. Grandes son las casas, que buscan en el aire, perpendicularmente, una expansión que les niega la tierra, codiciada y cara, en un plano horizontal. Los hoteles son ciudades, y sus ascensores son trenes verticales. Grandes son las estaciones, que más parecen centros de comunicación del mundo entero que de un solo país. El puerto de Nueva York sugiere la impresión de ser el puerto de todo un continente, más que de una sola nación. Una preocupación cuantitativa domina en todas partes. Nadie aspira tanto a ser mejor que otro, a crear cosas mejores que otros, como a ser más que los demás. Frente a un hotel, frente a un periódico, frente a una fábrica, frente a una organización humana, la rivalidad y la competencia no se cuidan tanto de erigir un hotel mejor, un periódico mejor, una fábrica mejor, una organización mejor, como de levantar un hotel con más habitaciones, de fundar un periódico con más páginas, de construir una fábrica con más máquinas y más obreros, de elaborar una organización más numerosa. Se busca el «record», el número más alto, no la calidad. A los hombres se les mide por lo que representan numéricamente, por los millones que poseen, por los dólares que ganan, por los ejemplares de sus libros que venden, por la cantidad de valores materiales que significan. El éxito y la fuerza sociales lo determina el número o el volumen de sus posesiones.
La cantidad engendra necesariamente un intenso desarrollo del maquinismo. El ideal de la cantidad lleva fatalmente consigo la exigencia de su multiplicación y, por lo tanto, de su fluidez. Pero la fluidez de la masa sólo puede lograrse a fuerza de máquinas. Todo está aquí mecanizado, sujeto al maquinismo. Es rara la relación humana directa. El hombre apenas puede comunicarse con el hombre sino por el intermedio de una máquina. Lo requiere así el gran espacio ocupado por las construcciones cuantitativas y lo complejo de cada organización material. Nada puede hacerse sin el automóvil, sin el subterráneo, sin el ascensor, sin el teléfono. En los hoteles no hay, por ejemplo, servidumbre inmediata. No hay timbres. Lo que uno desee ha de pedirlo por teléfono a la central del hotel, y de allí se da la orden correspondiente. Los hombres sirven a las máquinas, y rara vez a los demás hombres. Tanto es así, que por el menor servicio habitual en un hotel, por traer un vaso de agua o por cualquier otro menester al uso, la costumbre obliga a remunerar cada vez este trabajo con una propina, como si se tratase de un servicio extraordinario. Esta reducción del trabajo humano en los servicios directos es consecuencia del maquinismo, y a su vez causa de su incremento y también causa de una mayor valoración del esfuerzo. El hombre es más exigente con el servicio prestado a una máquina que con el servicio prestado a un hombre. Así se explica que la mayor parte de la servidumbre en los Estados Unidos sea de negros y de inmigrantes; esto es, de gente dispuesta a una remuneración menor y a sufrir el rebajado concepto social que lleva aparejada esta clase de servicios. Pero la tendencia evidente es a la eliminación del trabajo servil directo. En muchos establecimientos públicos de comer y de beber, el cliente se sirve por sí mismo. Esta idea del propio servicio está ya tan arraigada en la conciencia de los norteamericanos, que a nadie sorprende. Al llegar a Nueva York había en curso una huelga de descargadores. La descarga de los baúles hubieron de hacerla los tripulantes del buque, con la lentitud y la impericia consiguientes. Los viajeros europeos se armaron de paciencia y esperaron a que sus equipajes fueran llegando al azar, o bien precipitaron la operación mediante el reparto de cuantiosas propinas a los mozos del barco. Los americanos, en cambio, se improvisaron esquiroles honorarios, y, provistos de carretas, fueron sacando sus equipajes con toda la naturalidad del mundo. Los automóviles particulares, en las ciudades americanas, rara vez van guiados por sus dueños, mujeres frecuentemente. El maquinismo ha libertado al hombre de una serie de prestaciones serviles, y con ello ha ganado su economía y su dignidad. Y allí donde aún rige, por la naturaleza del servicio, que hace inevitable el esfuerzo directo del hombre, el servidor se presenta al servido en una actitud de igual, cuando no de superior. Esto suele ser un semillero de enojos para los europeos, habituados a un régimen social de servidumbre histórica.
El maquinismo, hijo de una concepción cuantitativa de la vida, es a su vez padre del dinamismo, de la tiranía de la máquina sobre el hombre. Poco a poco, el hombre se va liberando aquí del hombre, de las derivaciones serviles de la antigua esclavitud; pero ha surgido una nueva esclavitud: la del ser humano frente a la máquina. Con el movimiento de la materia, el maquinismo arrastra también con el mismo compás a la gente. Una muchedumbre americana va siempre de prisa. Muchas veces, esta celeridad no es un medio para un propósito urgente, sino un fin en sí. Esta gente, que parece poseída de un impulso vertiginoso, tal vez va a una oficina donde no tiene otra cosa que hacer que distraer su ocio con la lectura de un periódico o de una novela de moda, tal vez se da esta prisa para dirigirse a un bazar donde nada piensa adquirir o donde sólo se propone descansar de la fatiga innecesaria. El ritmo del tráfago social es febril. Las máquinas dan la pauta. En un país poco mecanizado son los hombres los que dan la pauta a las máquinas, que van más despacio y funcionan con mayor irregularidad, casi podríamos decir con mayor independencia, como si se hubieran humanizado. Aquí, al revés, son los hombres los que parecen haberse mecanizado: sus movimientos y la mayor parte de sus actos tienen la uniformidad y la celeridad de las máquinas. Se ejerce el movimiento por el movimiento. Es una finalidad, y no sólo un proceso instrumental. El maquinismo europeo explica la sátira de Samuel Butler, en su famosa novela Erehwon, contra la tiranía de la máquina sobre el hombre; los Estados Unidos la justifican.
Bajo una primera impresión de superficie, falible y sujeta a corrección como todas las impresiones, sobre todo si son primerizas, ¿qué representan los Estados Unidos para un europeo? En el orden cuantitativo y mecánico sugieren la idea de que llevan a los pueblos de Europa, materialmente más progresivos, por lo menos medio siglo de ventaja. Esta civilización de cantidad y dinamismo no puede interpretarse como una variedad, como una particularidad de un pueblo, sino como un grado superior de desarrollo en el proceso universal; por lo tanto, para un observador con visión histórica no puede ser considerada como un tema puramente pintoresco, lo cual sería tan impropio como juzgar como pintoresco un tren porque se le contempla desde el punto de vista de una diligencia. Pero en un orden de calidad, de reflexión, de valores espirituales, de últimas concepciones sobre la sociedad y, en general, sobre la vida, los Estados Unidos producen la impresión de que necesitan alcanzar a Europa en una delantera equivalente a la que llevan en progreso material.
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