miércoles, 22 de febrero de 2012

Retrofuturismo


Por Christian Ferrer. Publicado en Revista Artefacto.

Hay en el mundo más mercancías desechadas que bienes en uso. Se oxidan en los basurales, se las encuentra en las altas montañas, flotan en las corrientes marinas, se hunden en la tierra presionadas por mayores túmulos de residuos y escoria –y la contaminan. Es el reino de la obsolescencia. La fecha de vencimiento de un producto, o bien el lanzamiento de ultimísimos modelos de tecnologías cotidianas, desbarranca al inmediato predecesor hacia el río del olvido. No vuelven, aún cuando a veces son recicladas en algunos países africanos o en los mercados de pulgas. Quizás sea la prueba de que la dinámica del progreso es absurda: en el próximo pasado un derroche de esfuerzo y dinero, y quien no llega al futuro se pierde lo que viene, que siempre es mejor. Incluso a un dios poderoso le costaría mucho esfuerzo volver a reponer en escena todos los objetos tecnológicos que han sido dejados de lado por la historia, pero al mercado no.


Recientemente se ha rescatado de su sepultura a la vieja y sólida máquina de escribir, que por más de cien años reinó en los escritorios, para ser acoplada a la pantalla de la computadora a modo de teclado. Pero la noticia no supone una oferta para recalcitrantes o melancólicos. Ocurre a veces que elementos perimidos son recuperados, como sucedió con la luz de neón en la década de 1980. La moda suele rastrillar el pasado para satisfacer nichos de mercado o la mera nostalgia. En este caso no se trata de una reposición que conduzca ameditar acerca de la rueda de hámster de la actualización tecnológica permanente ni en el alegre abandono de lo que podría haber seguido siendo usufructuado con una mínima inventiva industrial. No suscita pensamiento, sino complacencia por la nueva posibilidad de dispendio. Aunque factible, la cosa tiene aspecto de engendro chic.

Es curioso: el objetivo de quienes proyectaron las primeras máquinas de escribir era desarrollar un método de escritura para ciegos, pero la patente y la comercialización quedaron a cargo de la Compañía Remington, que se dedicaba, en Norteamérica, a la producción de escopetas y rifles, amén de municiones. Luego, la exitosa diseminación de la máquina de escribir dependió del aumento de los intercambios comerciales y de la alfabetización masiva, es decir de la oficina y de la escuela, igual que sucede ahora con las computadoras y con Internet (también originada en un sistema de defensa ideado por el Pentágono), cuya manipulación se aprende a muy temprana edad y se amortiza en la edadadulta en los procesos laborales, es decir acrecentando la productividad del trabajador.

La máquina de escribir está muerta, ya no se fabrica más. No puede revivir, ni siquiera a título de aplique mecánico para una red de conexiones electrónicas. Hoy es la computadora el juguete universal de niños, gente grande y ancianos. Pero escribir es faena de otra índole. El porvenir difícilmente se interese por la megamasa de datos, informaciones y textos que estamos amontonando en la actualidad, sino por palabras más eternas, del mismo modo que de las antiguas tablillas de arcilla desenterradas por arqueólogos nos importa más el fragmento de una odisea o de una teogonía que los inventarios y las partidas contables. La escritura significativa no es efecto del acople de teclado y papel o pantalla, aunque quizás sí lo sean la prolijidad y la rapidez, especialidades de las dactilógrafas de antaño.

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