Por John Jimenez. Publicado en Laboratorio de ideas
En
1969 el hombre llegó a la luna. Un periodista impertinente de Newsweek
le pregunta a Lewis Mumford: ¿Qué piensa usted de este gran
acontecimiento? Mumford contesta de forma breve y concisa: “Tanto dinero
gastado por un puñado de rocas sin interés” (Miller 2002: 540). Se
trata, a primera vista, de una respuesta ingenua y desprevenida. Pero no
lo es. Dos años atrás, y como testimonio de una larga carrera
académica, Mumford había publicado el primero tomo de su obra
monumental: El mito de la máquina (1967). Su proyecto general era
continuar con las reflexiones sobre el impacto de la tecnología en la
imagen del mundo moderno. La tecnología había desplazado el lugar
central de los dioses de la antigüedad y se había instalado en el centro
del universo. “A resultas de esto, los maestros del gremio científico,
con sus múltiples imitadores y discípulos, poseen en la actualidad una
influencia y un poder mayores que los de cualquier otra casta sacerdotal
del pasado” (Mumford, 2011: 120).
Ciertamente
los primeros pasos del hombre sobre la luna fueron vistos, por el mundo
entero, como el triunfo aplastante del progreso científico. Los seres
humanos, ya lo ha señalado Jean-Yves Goffi, cuando se enfrenta a un
medio hostil e inhabitable son capaces de desplegar abiertamente todos
sus medios técnicos.
Pero visto detenidamente, este acontecimiento esboza una imagen
aterradora: el hombre depende totalmente de la máquina. ¿Qué ha sucedido
para que las máquinas tengan tanta importancia en nuestro mundo? ¿Por
qué en un mundo con tantas urgencias humanas se invierte tanto dinero
“en un puñado de rocas sin interés”? Para llegar a este punto fue
necesaria una transformación técnica que tuvo lugar en el siglo XVI y
permitió trazar “una imagen del mundo despersonalizada en que las
actividades y los intereses mecánicos tenían preferencia respecto a las
inquietudes más propiamente humanas” (Mumford, 2011: 85). Se trata de
una imagen mecánica del mundo inaugurada por las mentes más brillantes
de la Modernidad. “Así, todo un conjunto de abstracciones metafísicas
puso los cimientos para una civilización tecnológica en la que la
máquina, en el más reciente de sus múltiples avatares, acabaría
convirtiéndose en el ‘poder supremo’, un objeto de adoración y
pleitesía” (Mumford, 2011: 116).
La imagen mecánica del mundo
Santo Tomás de Aquino había consagrado las obras de Aristóteles como referente de todo conocimiento verdadero durante la Edad
Media. El estagirita era considerado la máxima autoridad en todos los
temas y más allá de sus extensas reflexiones nada era aceptado. Se
trataba de un conocimiento que apelaba
a la sabiduría antigua y se negaba a reconocer los nuevos hallazgos de
la ciencia naciente. “Cuando el pensamiento racional hubo alcanzado tal
rigidez cadavérica, embalsamado en obras obsoletas, era obvio que había
llegado el momento de enterrar estas autoridades y empezar de nuevo,
para buscar nuevos hallazgos en el mismo terreno de aquellos primeros
observadores, con una mirada y una mente renovadas y ambiciosas”
(Mumford, 2011: 87). Galileo Galilei será la figura central de esta
transformación. Sus aportes, junto a las descripciones sistemáticas del
mundo físico que hicieron Copérnico, Kepler, Descartes, Leibniz y
Newton, serán la clave de la nueva imagen del mundo.
Galileo
personifica las dos características principales de la ciencia naciente:
saber empírico y conocimiento teórico. Por una parte, era un observador
atento y por lo tanto poseía un enorme saber que tenía su fuente en la
experiencia. Por otra parte, tenía una gran capacidad para formalizar
sus observaciones, formulaba teorías y abstraía fácilmente. Esta es, sin
duda, la parte más conocida de la historia. Sin embargo, más allá de su
talento como científico, la obra de Galileo deja sentadas las bases de
una nueva cosmovisión que prosperó durante más de trescientos años y que
aún prospera. Se trata de la imagen mecanicista del mundo.
Mumford
señala que esta imagen inaugurada por Galileo parte de dos falacias: la
primera, es pensar que el universo “real” está constituido,
exclusivamente, por una estructura matemática. La segunda, es considerar
que el único atributo valioso de los seres humanos es la capacidad de
entender esa estructura matemática.
Galileo sintetiza esta idea en su conocida obra El mensajero:
“La filosofía está escrita en este
grandísimo
libro que continuamente está abierto ante nuestros ojos (me refiero al
universo), pero no puede entenderse si antes no se aprende a comprender
la lengua y conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en
lenguaje matemático y los caracteres son triángulos, círculos y otras
figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender humanamente
una palabra. Sin ellas, damos vueltas en un oscuro laberinto” (Mumford,
2011: 88).
En
aquella época la mecánica, que incluía a la astronomía, era la única
ciencia conocida. El éxito de esta disciplina lleva a Galileo a pensar
que el modelo matemático, de gran pertinencia en las formulaciones
mecánicas, podía extenderse a la interpretación del universo entero. Mathesis universalis. Ciertamente el error es no distinguir entre el conocimiento
exacto y el conocimiento suficiente. El conocimiento exacto intenta
medir y cuantificar los cuerpos físicos, les asigna una cifra y mide sus
movimientos en un pequeño intervalo de tiempo. En alguna medida este
procedimiento es válido cuando se trata de materia “muerta”. Sin embargo
cuando se observa la complejidad del mundo “viviente” el conocimiento
exacto es insuficiente. Para dar cuenta de la riqueza del mundo hacen
falta algo más que círculos y triángulos y otras figuras geométricas.
Kant tampoco lo entendió y afirmó que la única ciencia genuina (richting) es aquella que contiene matemáticas. “¿Cuál habría sido la categoría científica de El origen de las especies de Darwin (1859), que no contiene ni unas sola fórmula matemática y presenta un único diagrama filogenético (que no es una figura geométrica) si Kant hubiese tenido razón?”(Mayr, 2006: 31).
Con
Galileo se consolida la idea de un nivel de realidad único que es igual
en todas las épocas y para todas las especies vivas. Se trata de una
construcción hipotética pura construida a partir de deducciones de una
cantidad limitada de datos. Las investigaciones recientes en etología
demuestran lo contrario. Jakob von Uexkull ha señalado que cada especie
tiene un entorno (Umwelt) significativo distinto que está en
correspondencia con su dotación orgánica. El murciélago y el delfín ven
el mundo de modo distinto. En los seres humanos la percepción del mundo
es de una alta complejidad: tiene como base los datos que provienen de
los sentidos y se modifica constantemente con las ideas culturales, es
decir, con el lenguaje, el arte, las técnicas, las leyes, las
instituciones, la historia.
Considerar
al mundo como una estructura matemática abstracta conduce a pensar que
la cualidad humana más destacada es la mente científica capaz de
entender esa estructura. Galileo se apropia de las reflexiones de
Kepler:
“Así como el oído está hecho para percibir el sonido y
el
ojo para percibir el color, del mismo modo está formada la mente para
comprender no los tipos de cosas sino las cantidades. Percibe cualquier
cosa con mucha más claridad cuanto más se expresa en cantidades puras,
pero cuanto más se aleja de las cantidades, más llena de errores y
oscuridad estará” (Mumford, 2011: 88).
La anatomía que defiende Galileo se construye sobre
un desmembramiento del cuerpo. Galileo cree “que si desaparecieran los
oídos, las lenguas y las narices, permanecerían las formas y los
números, mas no los olores, los sabores o los sonidos” (Mumford, 2011:
103). Los sentidos pasan a un segundo plano y se considera que la
función especializada de la mente es la reflexión matemática. Otras
fuentes del conocimiento quedaban clausuradas. En consecuencia el hombre
y sus experiencias subjetivas son expulsadas de la nueva cosmovisión,
en su lugar solo queda la inteligencia estéril y sus creaciones: los
teoremas y las máquinas. Hoy las investigaciones en el terreno de la
neurociencias demuestran que la capacidad más asombrosa del cerebro no
tiene nada que ver con la exactitud matemática. A diferencia de un
computador el cerebro puede majar datos confusos,vagos e imprecisos, sin colapsar.
La
actitud científica de Galileo contrasta con su vida personal. Mientras
el científico solamente valoraba el mundo cuantificable y habitaba en un
espacio abstracto, el Galileo de carne y hueso se deleitaba con la
sensualidad del mundo barroco. “Él mismo fue un amante apasionado y un
progenitor prolífico; y aceptó que el erotismo, el placer estético y la
poesía fueran relegados al exilio de su mundo solo mientras sus
intereses técnicos y científicos fueran prioritarios” (Mumford, 2011:
94). Galileo encarnaba tanto la figura del hombre de letras como la
imagen del científico entregado, paradójicamente la separación que estableció
entre un mundo objetivo y otro subjetivo dejó para la posteridad una
brecha insalvable: el abismo que se tiende entre el artista y el hombre
de ciencia.
El delito de Galileo
La
Iglesia Católica Romana condenó a Galileo por un delito que él jamás
cometió. “Para Galileo y sus seguidores la ciencia no era una
alternativa a la religión, sino parte indispensable de ella” (Mayr,
2006: 31). Ciertamente su personalidad era conservadora y su respeto por
la teología tradicional era fundamental. Estaba muy lejos de la
herejía. Ni siquiera en el terreno de la ciencia pretendió desencadenar
una revolución. ¿Cuál es, entonces, el verdadero delito de Galileo?
“Galileo cometió un delito mucho más grave que cualquiera de aquellos de
los que pudiera acusarle los dignatarios de la Iglesia; pues su
verdadera culpa fue la de canjear la totalidad de la experiencia humana
(…) por esa diminuta porción que puede observarse en un intervalo de
tiempo limitado” (Mumford, 2011: 95). Este es el error: establecer una
separación entre una esfera objetiva, que podía entenderse de forma
clara y distinta; y una esfera subjetiva, que era oscura y confusa. Se trata de un poderoso dualismo.
En
esta nueva cosmovisión para entender qué es el hombre será necesario
reducir toda su complejidad a una metáfora mecánica. Ya en el siglo XX
Buckminster Fuller describe perfectamente esta idea nacida en el siglo
XVI:
“-¿Qué es eso, mamá?
- Es un hombre, mi amor.
-¿Qué es un hombre?
-¿Un
hombre? Un bípedo de 28 articulaciones de base adaptable, una planta de
reducción electroquímica integral con capacidad de almacenaje separado
de extractos especiales de energía en baterías de almacenamiento para
consiguiente activación de miles de bombas hidráulicas y neumáticas con
movimiento incorporado; 93.000 kilómetros de capilares sanguíneos,
millones de sistemas de alarma, ferrocarril y cinta transportadora;
grúas y compactadoras (…) y un sistema de teléfono distribuido
universalmente que no requiere mantenimiento durante setenta años si se
utiliza correctamente; el conjunto constituye un mecanismo
extraordinariamente complejo guiado con exquisita precisión desde una
torreta en que se emplaza unas cámaras telemétricas con visión
telescópica y microscópica capaces de automonitorizarse y registrarse, un espectroscopio, etcétera” (Fuller, 2003: 65).
Muy lejos está la descripción que hace del hombre Crollius en su célebre Tractatus de signaturis.
“Su carne es gleba; sus huesos, rocas; sus venas, grandes ríos; su
vejiga, el mar y sus siete miembros principales, los siete metales que
se ocultan en el fondo de las minas. El cuerpo del hombre es siempre la
mitad posible del atlas universal” (Foucault, 1968: 31). Ni qué decir de
la definición que da Platón: “El hombre es un bípedo implume”.
Si
bien Mumford señala las falacias del pensamiento de Galileo, también le
reconoce sus logros y da razón de su grandeza. La Edad Media consagró
dos fuentes de conocimiento: por una parte, para acercarse a las
verdades eternas bastaba con acudir a la sabiduría del libro sagrado;
por otra parte, el conocimiento surgía de las acaloradas discusiones
retóricas de los grandes maestros. Se trata del éxito de la Biblia y de
la pirotecnia discursiva. Galileo introduce una nueva forma de
conocimiento: el método científico. El método permitía corregir los
razonamientos errados y vencía los prejuicios personales. Su principal
herramienta eran el experimento riguroso y la observación atenta.
Gracias a este procedimiento, que podía ser replicado en cualquier
momento, todos los “espíritus abiertos” podían llegar a conclusiones
comunes. “Los grandes frutos
morales del nuevo método científico no fueron el razonamiento estricto
sino la racionalidad; no la intuición brillante, sino la humildad de
aceptar la cooperación o los descubrimientos adversos de otras mentes
que estuvieran trabajando con la misma disciplina” (Mumford, 2011: 100).
La nueva filosofía científica también contribuyó a superar las
controversias estériles que habían dejado la Reforma y la
Contrarreforma.
“Lo
más útil de esta actitud hacia el ‘mundo externo’ era que se refería
constantemente a experiencia comunes en las que, hasta cierto punto,
podía participar cualquiera; y dio al hombre confianza en su capacidad
de comprender el funcionamiento de la naturaleza. Su mente ya no se
contentaba con mapas imaginarios, historias descabelladas, delirios
ambiciosos o explicaciones de décima mano, tal como se hacía en la Edad
Media, y que entonces solo rechazaban los más despiertos” (Mumford,
2011: 109).
El
pragmatismo del nuevo método científico también permitió un avance
acelerado de las investigaciones y los buenos resultados crecieron
exponencialmente. Prescindir de la complejidad del mundo vivo y
concentrarse en la simplicidad del mundo físico permitió “ahorrarse
muchísimo trabajo”. Aislar a un objeto de su contexto permitía
comprenderlo más fácilmente puesto que las relaciones que este
establecía con el medio circundante podían oscurecer el entendimiento.
Conclusión: la absolución de Galileo
La
imagen del mundo trazada por Galileo tuvo un éxito abrumador. El método
de la nueva ciencia y sus correspondientes ideas metafísicas, que
incluían la separación entre las cualidades primarias y secundarias, las
descripciones matemáticas como fuente de verdad, acudir a una
característica específica de la mente humana para explicar una fracción
del entorno; se han extendido a todos los terrenos del saber. “Como
resultado final de esta doctrina mecanicista, la máquina se vio erigida a
un estatus superior al de cualquier organismo o, en el mejor de los
casos, se admitía a regañadientes que los organismos superiores son las
máquinas más complejas” (Mumford, 2011: 116). Ahora bien, esta
descripción es incompleta si no se acepta los aportes valiosos de la
nueva ciencia: ofrecer un lenguaje común, en una época de profundos
dogmatismos, fue su gran acierto. Al momento de investigar no importaban
los credos particulares pues el juicio debía ceder ante el peso de las
observaciones experimentales. También es meritoria la idea de orden que
fue introducida en una sociedad que tiende al caos y a la
desintegración.
Galileo,
ciertamente, nunca supuso que la separación que establecida entre lo
objetivo y lo subjetivo terminaría reduciendo la riqueza del mundo
humano a una fracción de datos matemáticos. Nunca sospechó que la nueva
imagen del mundo terminaría expulsando las preocupaciones más propias de
la humanidad y dejaría el terreno libre para el triunfo apoteósico de
la tecnología.
“Dictemos, pues, una agradecida absolución post mortem
para Galileo: no sabía lo que hacía, y quizás no podía imaginar las
consecuencias (…) debió asumir que la cultura que había formado su
propia vida y su espíritu seguiría existiendo dentro de un orden más
hermoso, enriquecido –no desvitalizado, ni empobrecido, ni reducido- por
esta nueva forma de mirar el mundo” (Mumford, 2011: 122).
Volvamos,
finalmente, a la luna. Durante miles de años, ese cuerpo brillante que
se ve en el cielo oscuro, fue considerado un astro perfecto de
superficie lisa y pulida. Así lo creyó Aristóteles y el mundo medieval.
Muchos siglos después, en el otoño de 1609, Galileo elevó su telescopio
hacia el cielo y observó sorprendido una textura lunar, rugosa y
desigual, llena de enormes prominencias y abismos profundos. ¿Qué había
cambiado? Ya no era suficiente el testimonio de los grandes sabios, ni
las creencias míticas. Era necesaria la comprobación empírica: “¡Lo he
visto con mis propios ojos!” Exclamaba Roger Bacon. La expedición
norteamericana de 1969 comprueba de forma viva las observaciones de
1609. Los primeros pasos del hombre sobre la luna son el resultado de
ese mundo mecánico esbozado por Galileo. Más sorprendente aún: es el
retrato de un hombre dependiente de la máquina. Mumford, situado en este
escenario, mira hacia el cielo con desconfianza: ¿Por qué tanta
fascinación por “un punado de rocas sin interés”? La lección es clara:
hay que reorientar el rumbo de la civilización y darle su justo lugar a
la máquina. La tecnología debe estar al servicio del hombre y no el
hombre al servicio de ella. Para llevar a cabo esta transformación es
necesario hundir las raíces de la humanidad en los valores más
fundamentales. “Mientras algunos radicales esperaban que el cambio de
valores ocurriera después de la revolución, para Mumford el cambio de
valores era la revolución” (Miller, 2002: 166).
Anexo
La
técnica y la tecnología han sido temas recurrentes en las reflexiones
filosóficas a lo largo de la historia, sin embargo la reflexión
sistemática sobre estos temas es un fenómeno reciente.
Se
pueden distinguir, en términos generales, dos corrientes: una filosofía
de la tecnología ingenieril y una filosofía de la tecnología de las
humanidades. La primera intenta explicar el fenómeno tecnológico
haciendo uso de conceptos científicos y de la jerga propia del mundo
tecnológico. Se trata de “un análisis de la naturaleza de la tecnología
en sí misma -sus conceptos, sus procedimientos metodológicos, sus
estructuras cognoscitivas y sus manifestaciones objetivas-”. (Mitcham,
1989: 82). Sus principales representantes son Ernst Kapp, creador de la
expresión “filosofía de la tecnología”; P. K. Engelmeier, fundador de la
Asociación Mundial de Ingenieros y principal promotor de los
movimientos tecnocráticos de 1920; y Friedrich Dessauer, quién intenta
describir “La técnica en su propia esfera”. Todos ellos comparten, en
términos generales, una visión positiva de la tecnología y celebran la
aplicación de soluciones tecnológicas a los problemas sociales.
La
segunda corriente, más cercana a las ciencias humanas, propone analizar
el fenómeno tecnológico con conceptos externos. Busca “penetrar en el
significado de la tecnología, sus vínculos con lo humano y extrahumano:
arte, literatura, ética, política y religión. Tal búsqueda es para
reforzar el conocimiento de lo no-tecnológico” (Mitcham, 1989: 82). Los
autores más representativos de esta corriente, buscan situar el
significado de la tecnología dentro de una contexto más amplio. Destacan
las obras del filósofo español José Ortega y Gasset que en su obra
“Meditación de la técnica” establece una antropología filosófica para
entender el fenómeno tecnológico; Martin Heidegger, quien ha señalado
que “la técnica no es lo mismo que la esencia de la técnica” (Heidegger,
2001: 9); Jacques Ellul que ha elaborado una tesis sobre el
determinismo tecnológico. La obra de Mumford se incluye en esta
categoría.
Bibliografía
FOUCAULT, Michel.
(1968) Las palabras y las cosas. Buenos Aires: Siglo XXI.
FULLER, Buckminster.
(2003) El Capitán Etéreo y otros escritos. Madrid: Editorial Colegio Oficial de Arquitectos.
HEIDEGGER, Martin.
(2001) “La pregunta por la técnica” en Conferencias y artículos. Barcelona: Ediciones del Serbal.
MAYR, Ernst.
(2006) Por qué es única la biología. Buenos Aires: Editorial Kats.
MILLER, Donald.
(2002) Lewis Mumford: a life. New York: Grove Press Edition.
MITCHAM, Carl
(1989) ¿Qué es la filosofía de la tecnología? Barcelona: Anthropos Editorial.
MUMFORD, Lewis.
(2011) El pentágono del poder. Logroño: Pepitas de Calabaza Editorial.
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